A 50 años del fallecimiento del General Juan Domingo Perón, su legado sigue siendo un tema de debate y reflexión en la Argentina. Perón, quien gobernó el país en tres ocasiones distintas (1946-1952, 1952-1955 y 1973-1974), dejó una marca indeleble en la historia política y social del país. Su liderazgo y las políticas implementadas junto a Eva Perón, conocidas como Justicialismo, transformaron profundamente la sociedad argentina, enfocándose en la justicia social, los derechos laborales y la independencia económica.
Desde su muerte el 1 de julio de 1974, ningún líder ha logrado igualar la estatura y el impacto de Perón. Los sucesivos «herederos» del peronismo han intentado mantener viva su doctrina (no ideología), pero todos han fracasado en replicar su éxito y carisma. Los votantes han sido convencidos en diversas ocasiones de que los gobiernos posteriores estaban llevando adelante el verdadero peronismo, aunque la realidad ha demostrado lo contrario. La complejidad del contexto global, las cambiantes condiciones económicas y las divisiones internas del movimiento peronista han dificultado la implementación de políticas que emulen fielmente las de Perón y Evita.
Durante los años de su primera y segunda presidencia (1946-1955), Perón pudo contar con un contexto internacional favorable y una economía robusta que facilitó la implementación de sus políticas. En su tercer mandato (1973-1974), el contexto había cambiado drásticamente, y aun así, intentó revitalizar sus ideas fundamentales en un país ya muy diferente. Desde el retorno de la democracia en 1983, la Argentina ha visto una sucesión de gobiernos que han reivindicado el legado peronista, pero las diferencias ideológicas y las realidades económicas han hecho imposible recrear el «peronismo» en su forma original.
El peronismo de hoy es un sello. Sigue siendo una fuerza política significativa y fragmentada que se reinterpreta de diversas maneras, perdiendo en muchos aspectos la esencia del liderazgo de Perón y en alguna de sus facciones internas parecen desconocer de cuajo las propias bases del histórico movimiento. La comparación con los tiempos de Perón y Evita resalta las dificultades contemporáneas para replicar un modelo que funcionó en un contexto específico de la historia argentina, demostrando que el verdadero peronismo, tal como fue concebido y ejecutado por su fundador, es una tarea monumentalmente compleja de intentar replicar en el Siglo XXI.
Lo primero que hay que tomar en cuenta es que, a la muerte del general, el dirigente con mayor poder que quedó a la vista de todos se llamó José López Rega. Fue el factótum de sostén político más importante que tuvo la primera de los herederos del general Perón que se trasformaron en presidentes peronistas: María Estela (Isabel) Perón. La tercera esposa de Juan Domingo Perón, asumió la presidencia tras su muerte en 1974. En 1975, con una devaluación monumental a manos de su ministro de Economía Celestino Rodrigo y un sacudón inflacionario desconocido hasta el momento por los argentinos, comenzó la demostración clara de que repetir la «Fiesta de posguerra» que benefició a la Argentina en los tiempos de Perón, era imposible. Encima, su mandato se vio interrumpido por el golpe militar en 1976 y su detención la convirtió en una mártir política que llevó a que en 1983, cuando había que definir las candidaturas en el regreso a la Democracia, su nombre fuera sacralizado por una agrupación dentro del Justicialismo que esperaba o su regreso o su beneplácito para el armado de las listas.
A partir de aquí, es difícil que cualquier detalle que se pueda incorporar a los nombres de la lista no se trasforme en objeto de polémica. Como alguna vez a Perón se le escuchó decir «mi único heredero des el Pueblo», los aspirantes a cargos políticos y sindicales de cualquier índole, se sienten parte de una visa de acceso a la dirigencia que, de haber Perón establecido un nombre y apellido, bien pudo haber generado mayores complicaciones para ciertos obsesivos de los cargos.
El General Perón, consciente de la importancia de asegurar la continuidad de su proyecto político, no dejó designado un heredero político claro. Esta decisión puede ser vista, en parte, como una estrategia para evitar los riesgos asociados a la designación de un sucesor explícito, como le sucedió a Francisco Franco en España con el asesinato de su «delfín» Luis Carrero Blanco, en 1973.
Perón, durante sus años de liderazgo, tuvo una relación compleja y a menudo conflictiva con sus seguidores y aliados políticos. Su estilo de liderazgo, altamente personalista (top 10 en la historia del Siglo XX), dificultaba la creación de un sistema de sucesión claro y establecido. Además, el contexto político argentino, con sus constantes cambios y turbulencias, hizo que Perón tuviera que adaptarse continuamente y cambiar sus alianzas.
Para su tercer mandato de 1973, cuando designó a su esposa, Isabel Perón, como vicepresidenta, fácilmente podría interpretarse aquello como un intento de mantener la continuidad del peronismo dentro de un círculo cercano y de confianza. Sin embargo, el general sabía que Isabel carecía de su experiencia y, menos que menos, el carisma de Eva. Él murió y -entendiendo que pudo ser su interés, aunque siempre quedó la duda- a ella se le dificultó consolidarse como líder.
La ausencia de un heredero claro dejó al Movimiento Nacional Justicialista fragmentado tras la muerte de Perón. Obviamente, algunos líderes y facciones intentaron reclamar el legado: Lorenzo Miguel construyó la candidatura de Ítalo Luder en 1983. Si Luder ganaba, el poder del «Loro» habría alcanzado alturas napoleónicas. Por entonces, cualquier sindicalista tenía chapa de dirigente «amigo» del general. Casi todos los gremios tenían conductores que habían sufrido persecución de los militares que se acababan de ir del poder por la puerta del fondo.
El peronismo estableció un sello en el movimiento obrero absolutamente diferente a las organizaciones gremiales tal como se las suele encontrar en el mundo. Ser sindicalista de estilo clásico internacional, es decir, de izquierda, era algo extrañamente combatido por líderes que ocupaban la mayoría de las butacas desde las que se tomaban las grandes decisiones en la CGT. Desde los años 60s, dirigentes sindicales como John William Cooke y Raimundo Ongaro, enrolados en el peronismo de izquierda, tuvieron problemas con Augusto Timoteo Vandor, quien, tras toda una carrera «marcando la cancha» como peronista, se sentó junto al dictador Juan Carlos Onganía en la conferencia de presentación de su gobierno en 1966, tras el golpe de Estado al presidente constitucional Arturo Umberto Illia y en la que el temerariko militar lanzó su ridícula frase «Me quedaré 20 años en el Poder». El posterior asesinato de Vandor demostró que eran tiempos en que, dentro del espectro ideológico del peronismo, ya comenzaba a pagarse hasta con la vida cualquier gesto pasible de ser considerado traición.
Varios miraban hacia el sillón y el cetro de mando, mientras el peronismo se estrenaba como oposición en democracia y sin su líder natural durante los años de gobierno de Raúl Alfonsín. Una nueva generación de sindicalistas dejaba atrás a ortodoxos de las estructuras gremiales como Oscar Smith, (Luz y Fuerza), Roberto García (taxistas), Osvaldo Borda (caucho), Ricardo Pérez (camioneros), Carlos Cabrera (mineros) y aparecían los dispuestos a participar en política sí o sí, como José Rodríguez (Mecánicos /SMATA) y Roberto Digón (tabacaleros) y los ultrapolitizados: Saúl Ubaldini (Cerveceros y líder de la CGT al cierre de la dictadura), Osvaldo Cavalieri (SEC), Luis Barrionuevo (Gastronómicos) y -unos años más tarde- Hugo Moyano (Camioneros y líder de la CGT)
Al sindicalista y dirigente justicialista Juan José Taccone le dolía la realidad de la limitación: Taccone reconocía que ninguno logró alcanzar el nivel de liderazgo y cohesión que Perón había mantenido, entiende que (y los hace) estar siempre al borde de negociaciones políticas cansadoras y tediosas dentro del movimiento obrero. De todos modos, los sindicalistas gozan de «la paz de la permanencia» avalados por la curiosa aceptación de las bases a revalidarles sus mandatos, casi simpre ad aeternum.
A diferencia de lo que sucede con de los líderes de los trabajadores, los que no pueden soportar no haber alcanzado nunca la jerarquía peroniana son las chicas y los muchachos de extracción política dentro del movimiento.
Cualquiera diría que con tantas referencias a Perón, Antonio Cafiero se sentía cómo en el rol de soldado de la causa peronista, que mostraba cierto orgullo por ser recordado como el ministro más joven que había elegido el general y la solemnidad con la que recordaba su participación en el «Plan Quinquenal» para obras estructurales a fines de los años ’40s. Pero en 1988, cuando parecía que todo el andamiaje peronista parecía decirle que él iba a ser el hombre elegido para conducir los destinos del país, perdió con Carlos Saúl Menem los comicios partidarios que definías la candidatura a presidente. Aquella tarde, Cafiero lloró al anunciar los resultados de la interna.
La histórica fragmentación del peronismo iba a resultar en una serie de gobiernos y líderes que, aunque reivindicaban el ideario peronista, interpretaban y aplicaban sus principios de maneras muy diversas. Sí, aquella decisión de Perón de no dejar un heredero político explícito podía ser vista como una táctica para evitar el destino de figuras como Carrero Blanco. Pero, a su vez se trató de una consecuencia del estilo de liderazgo y del complejo entorno político en el que operaba.
¿Qué agregar a todo lo que ya se conoce acerca del cambio al que sometió Carlos Menem a su partido en el período 1989-1999 cuando él fue presidente? Menem, como gobernador de La Rioja en dos períodos, había sido una suerte de «peronista estándar», mientras que qcuando llegó a la Casa Rosada implementó políticas neoliberales que se desviaron significativamente de las bases tradicionales del peronismo.
Eduardo Duhalde acompañó a Menem en la fórmula de 1989 y en 1991 demostró la inmensa fuerza política que tenía, ganando dos veces la gobernación de la Provincia de Buenos Aires, manteniendo con el sindicalismo el mejor vínculo que se haya conocido entre un dirigente justicialista pos Perón. Sin embargo, no consiguió ganar la elección a la presidencia de la Nación en 1999. Tras la crisis de 2001, la renuncia de De la Rúa y la sucesión de presidentes efímeros, Duhalde Asumió la jefatura de Estado con un fuerte apoyo. Pero el más extraño hito que dejará el peronismo en su devenir de poder se produjo cuando el mismo Eduardo Duhalde, ungido por todas las estructuras que sostiene al justicialismo, entiende que debe acortar los plazos de su interinato por un escándalo policial -doble crimen incluído- sucedido en una jurisdicción que no lo responsabilizaba de manera directa.
El conocimiento que Néstor Kirchner había adquirido durante se etapa como Gobernador de Santa Cruz acerca de cómo se genera poder, nadie lo imaginaba en las estructuras del peronismo nacional, estructurado, diseñado y pintado con métodos tradicionales, cuya máxima «modernización» alcanzada era la del «peronismo Renovador», que en 1984 pergeñaron Carlos Menem, Antonio Cafiero, Carlos Grosso y José Manuel de la Sota, para quitarle poder de fuego a las organizaciones de ultraderecha del peronismo, encarnadas por Herminio Iglesias, Norberto Imbelloni y y el círculo gestor de la fórmula Luder-Bittel de 1983. Kirchner apareció en el escenario como un «un compañero al que hay que apoyar» (había llegado el poder con el 22% de los votos por renunciar Menem a participar en la segunda vuelta) y revitalizó el peronismo con un enfoque en derechos humanos y políticas económicas heterodoxas.
Nació en poco tiempo una vertiente del peronismo en apoyo al entonces presidente Kirchner, para, decantar conceptualmente y de manera definitiva en un nuevo «anhelo» social, sin demasiadas metas políticas pero con demasiada acumulación ideológica cruzada: el Kircnerismo. Era una suerte de intento de regreso a la mística de los 70, con la diferencia de que, tras el palazo que la sociedad siente que , le dieron en 2001 y su deseo de que se fueran todos, nadie iba a ir a dar ningún apoyo a nadie en ninguna manifestación a ninguna plaza, a no ser que fuera rentable. Kirchner encontró fórmulas de estímulo para las nuevas generaciones que aspiraban a mejoras sociales «modernas», asociando sus inquietudes con las múltiples luchas pendientes de las organizaciones de Derechos Humanos
Cristina Fernández de Kirchner era una senadora intelectual y popular durante el duhaldismo y el mandato de su marido. Su llegada al poder en 2007 resultó una operación automática para el gobierno de Néstor Kirchner, cuando en oportunidad de referirse al posible candidato para el siguiente mandato podría ser una «pingüina», entendió que su lance había caído aceptablemente en los ambitos de la derecha peronista que él detestaba. Efectivamente, Cristina centró su gobierno en la inclusión social y el intervencionismo estatal en la economía, más allá de las posibilidades económicas ultralimitadas del estado. Dado que el uso de recursos que deterioran la capacidad de la economía de tal manera que la bomba le explote al que viene, es una costumbre, ella también lo hizo.
Ya cuando Alberto Fernández llegó al poder, la demostración de que el peronismo hacía lo que quería con el electorado no tenía discusión. Si decimos que también los Gioja, Manzano, los Rodríguiez Saa, los Saadi, Ruckauf, Alperovich, Insfrán, Axel Kicillof, la nueva generación Moyano, Julio De Vido, Sergio Massa, Florencio Randazzo, Juan Schiaretti, Daniel Scioli, Aníbal Fernández, Espinosa, son todos herederos del poder de López Rega, ¿acaso mentimos?