El debate por la inmensa ley cuyo proyecto envió el gobierno para su tratamiento, es el eje de un momento delicadísimo de la Argentina. Y ninguno de los que estamos afuera del recinto podemos asegurar ni que se trata de un ley en la que irá la vida futura del país (como plantea el corazón del Poder), ni que su eventual aplicación produciría un daño mayor al que ya hemos sido sometidos.
Si nadie piensa, que nadie hable.
Los fanatismos, afuera de la disputa. Y si no resulta suficiente, los mismísimos fanáticos, también. Molestan. Cansaron. No aportan, re repiten, aburren y jamás evolucionan hacia ningún destino.
En serio. Si no leíste nada de nada el proyecto, no te expreses como un erudito. Porque los que lo hemos leído tampoco nos manifestamos como desaforados a favor ni en contra, dado que en el debate estarán representados la inmensa mayoría de los intereses en juego.
A uno de los grupos le recomiendo que metan el dedito en el culo antes de señalar indiscriminadamente a quienes defienden al estado aduciendo que solo lo hacen para conservar sus prebendas. Y a los otros, que la corten con la pelotudez de considerar que quienes no piensan como ellos son los cipayos o los traidores a la Patria y los propios, los próceres.
Nadie tiene que olvidar que se está discutiendo en pos de querer alcanzar alguna mejora como sociedad diezmada, pero disimulando y haciendo la vista gorda de la obligación que todos ellos tienen de debatir en nombre del asco que ellos mismos han provocado en una Nación de millones de ovejas inocentes e ignorantes, una minoría de águilas que las devoran y un grupito de lobos que gritan a los cuantro vientos (hacen política) mostrándose enojados con las aves rapaces, pero -en realidad- sólo se trata de que compiten con ellas por las presas, que siempre tienen dos cosas para ofrecer: su dinero y su voto.
El Congreso, más protagonista que nunca. Y más expuesto.
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