Hace poco, en el programa Consentidos, de Radio El Mundo, junto a Manuel Corral Vide, hablábamos de los libros armados por recopiladores y nos convencimos de que no es sencillo hacer un trabajo de esa categoría para que al autor no lo terminen tildando de aprovechador, oportunista, especulador y negociante con el trabajo intelectual de otros.
Pero también le dimos, en nuestra poco válida consideración, mérito a Alvaro Abós, quien se encargó de rescatar una cantidad importante de magníficas crónicas de la historia porteña en tiempos en los que internet ni asomaba y hasta la PC era objeto para pocos.
La crónica sobre la historia del Barrio de Flores de Conrado Nalé Roxlo tiene aquí su primer espacio de publicación en la web. Enhorabuena.
Carlos Allo.
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1904 – Conrado Nalé Roxlo – Barrio de Flores
El “breack” que hacía el recorrido entre la plaza de Flores y el cementerio me lleva por los imprevisibles caminos de la memoria a un Flores muy anterior: al de mi infancia. Estos recuerdos son anteriores a 1905, pues aún vivía mi padre. Yo tenía entre cinco y seis años. Los frecuentes viajes de mi padre nos dejaban en libertad para ir a pasar unos días a casa de mi abuela, una casa grande con árboles y fondo en la calle Unión (hoy Ramón L. Falcón) entre Miró y Malvinas. Enfrente se elevaba la tapia gris de un asilo de huérfanos. A veces veía salir a los pobres chicos con sus tristes uniformes, de dos en dos, en largas filas y acompañados por un maestro. Yo deseaba ardientemente ser huérfano para participar del paseo, que se me ocurría era a lugares inaccesibles para los niños con padre y madre. ¡P0rlo menos saber adónde iban! Desde la puerta les gritaba:
— ¿Adónde van?
Pero ello5 me respondían con mori5quetas y el maestro con una adusta mirada.
Mi tío Armando, que tenia diecisiete años, se dedicaba a pintar acuarelas en platos; todas eran marinas y no había paño de pared donde no colgaran las suyas. Él me alzaba y me las iba mostrando una por una, y yo quedaba extasiado ante toda aquella agua azul y verde que se encrespaba en el fondo de los platos. Su pasión pictórica era tal que no dejaba limpios más que los estrictamente indispensables para la comida de los habitantes habituales de la casa. Y así, con nuestra llegada, se producía un conflicto, que vi repetirse cien veces.
– Armando -le decía la madre, necesito más platos.
por qué no se traen ellos platos cuando vienen?
-Hijo, sé razonable.
Pero los artistas no son razonables. ¿Qué sería del arte si lo fueran? Y defendía sus olas y Sus espumas tercamente. Yo estaba de su parte y hubiera preferido comer en el plato del perro o directamente de Lafuente a ver diluirse los procelosos mares en caldo vulgar. Pero mi abuela tenía autoridad, y por fin Armando transigía en desprenderse de algunas tormentas para que nosotros comiéramos. Como es natural, la elección era difícil y la comida se pasaba y la sirvienta gruñía. Pero bien o mal todo se arreglaba y nos sentábamos a la mesa. Pero la historia no había terminado, pues entre el almuerzo y la comida el artista había vuelto por sus fueros y los platos pintados estaban de nuevo en su sitio, y vuelta a empe2ar.
Yo era muy chico y no tengo una visión de conjunto para decir hasta qué punto Flores estaba separado del centro, pero se que las señoritas y los jóvenes se paseaban en la estación a la llegada de los trenes como aún se hace hoy en pueblos lejanos.
Otros de los encantos del Flores de mi infancia eran las quintas, las grandes quintas señoriales de artísticas rejas y jardines poblados de blancas estatuas. Para muchas familias eran residencia habitual y para otras lugares de veraneo. Se daban suntuosos bailes; se organizaban brillantes cabalgatas.
Recuerdo, como un cromo inglés, las amazonas de larga falda y galerita montando briosos caballos de sangre.
En las quintas se practicaba una cordial hospitalidad. Los cuidadores, con permiso de sus dueños, franqueaban las puertas a los visitantes que por una propina, que no pasaba de los diez centavos, tenían derecho a comer toda la fruta que quisieran. Los concurrentes habituales eran, salvo alguna que otras eñora con niños, jóvenes y señoritas que iniciaban allí honestos idilios a la sombra de los parrales. Un racimo de uvas cortado con destreza por el galán y picoteado entre sonrisas y arrumacos por la damisela fue el origen de muchos matrimonios de señoras que hoy son abuelas.
Y esto es todo lo que recuerdo del Flores de principios del siglo, por cuyas calles he vagado y divagado tanto el resto de mi vida.
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Conrado Nalé Roxlo (Buenos Aires, 1898-1971) Poeta de clásica serenidad, el autor de El grillo, Claro desvela y De otro cielo, hizo célebres sus intervenciones periodísticas con la firma de Chamico, recopiladas en nueve libros. Cómediógrafo, cuentista, novelista participó en la bohemia de Buenos Aires. Dejó Un Borrador de Memorias (Plus Ultra, 1980), anticipado como serie en El Mundo, del que se ha extraído “Barrio de Flores”. (Álvaro Abós)
Maravilloso testimonio de uno de los grandes de nuestra literatura pero lamentablemente olvidado.