Este relato de Georges Clemenceau puede llegar a ser una patada al hígado para muchos acérrimos defensores de la rica historia de la institución más rancia de la aristocracia argentina y más en el mes de la Exposición Rural. Pero no nos podemos perder de presentar en forma exclusiva, como primicia para toda la red y como aporte de enriquecimiento, sin parámetros, al contenido de Diario 5, uno de los más esclarecedores documentos que dan por tierra que todos los extranjeros que venían a Buenos Aires caían rendidos a los pies del poder económico de la oligarquía argentina. De lo que no se priva el autor (viejo zorro francés experto en política mayor) es de ironizar remarcando la riqueza de algunos poderosos argentos del tiempo del centenario. Una gran ciudad, de Clemenceau: Leemos y aprendemos.
Carlos Allo
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El matadero de la Negra, del que M. Carlos Luro (hijo de Francia) se ha dignado hacerme los honores, es un establecimiento modelo que no sacrifica menos de 1.200 bueyes por día, sin hablar de los carneros y puercos. Es una fiel reproducción de los famosos mataderos de la América del Norte. Llegada a la extremidad de un corredor, donde queda inmovilizada, la res recibe en el testuz un golpe de maza, bajo el cual cae, y se desliza sobre un plano inclinado, al final del cual se corta al animal la arteria carótida; hecho esto, el cuerpo, enganchado a una vagoneta que marcha por un rail aéreo, sufre la serie de operaciones conocidas, cuyo último resultado es entregarlo en dos pedazos a las cámaras frigoríficas, hasta su próxima partida para Inglaterra, gran mercado de las carnes argentinas.
Un francés, el genial M. Thays, bien conocido de todos sus colegas de Europa, es el que tiene la dirección soberana de las plantaciones y de los parques de Buenos Aires. M. Thays, que sobresale en el arte francés del jardín, se complace en poner todos sus pensamientos y toda su vida al servicio de sus árboles, de sus plantas y de sus flores, dispuesto siempre a defender contra todo detractor, lo cual es superfluo, la población de Buenos Aires, no dejando escapar una ocaSión de atestiguarle su reconocimiento. ¡Gracias le sean dadas!
El famoso paseo se anuncia noblemente en la Recoleta, donde las líneas de arquitectura sirven de marco armonioso alos céspedes y bosques. Carruajes de una corrección británica, soberbiamente atalajados y ruidosos automóviles se cruzan a toda velocidad, Si no fuera por las espesuras de árboles exóticos, nos creeríamos en el bosque. Palermo se anuncia en belleza.
¿Tengo necesidad de decir que todos los paseos públicos y parques están superabundantemente adornados de esculturas y monumentos “decorativos” en los que se puede ejercer la crítica? Nada más natural, en una sociedad joven, que el deseo de suscitar a toda prisa hombres eminentes en todos los dominios. Sin embargo, las realizaciones de idealismo tienen necesidad, según parece, del sólido fundamento de las cosas establecidas. En un país donde se mezclan todas las sangres de la latinidad, no dejará de florecer el arte. Éste se desprenderá de su ganga a medida que el gusto del público se purifique. Obras como las de M. Paul Groussac, y como la curiosa novela de Enrique Rodríguez Larreta, el distinguido ministro de la República Argentina en París, atestiguan ya un desarrollo bastante hermoso de literatura a orillas del Río de la Plata.
Para explicar tanto dinero amontonado y hasta arrojado por las ventanas, es preciso saber que todos los ingresos de los hipódromos salvo un ligero descuento de la administración— vienen al Jockey Club que los emplea con toda libertad. De aquí la gran fortuna de la institución que acaba de comprar en el más hermoso barrio de Buenos Aires, para la construcción de un palacio aún más grandioso, un terreno que no ha costado menos de 7 millones. He leído en los periódicos que el Jockey Club se proponía ofrecer al gobierno el edificio que ocupa hoy en la calle Florida, y donde se instalaría, según se Cree, el ministerio de Negocios Extranjeros. Ya ven ustedes que los ganaderos argentinos están bien forrados, y que les va muy bien.
El presidente del Jockey Club, señor Benito Villanueva, es un senador, muy lanzado en el mundo de los negocios, cuyo arte en particular es el de reunir y fundir agradablemente las cualidades superlativas del go ahead norteamericano y las gracias de una urbanidad superior diluida en hombría de bien europea. Entretiene relaciones constantes con todos los mundos de la capital, y, si no tiene parte en todos los negocios, podría tenerla a su gusto. Personas que no le han haliado jamás se complacen en designarle por su nombre de bautismo, y, como no hay dos “Benito” de esta estatura, nadie tiene lugar a extrañarse de ello. Grueso hasta la redondez, muy desprendido, sonriente y hasta con asomos díscretos de aristocracia moderna, es un manipulador de hombres que no vacila en hacer los sacrificios necesarios a los resultados. Pequeños ojos negros que hieren como una punta de acero me harían creer que no es bueno ser su enemigo. Como todo hombre mezclado en las luchas de la política, tiene sin embargo sus adversarios, sobre todo cuando se presentan conflictos de intereses. Pero él no se preocupa por estas pequeñeces, Su estancia El Dorado, con cuadra de caballos de carrera, ganados de cría, el Senado donde parece extremadamente asiduo y las empresas sin número en que está metido (sin hablar de la administración del Jockey), deben hacer de él uno de los hombre más ocupados de Buenos Aires.
Georges Clemenceau (Movilieron-en-Pareds, Vendée, Francia, 1841-Paris, 1929). Político radical francés apodado El Tigre cuando fue primer ministro durante la Gran Guerra. Su frase predilecta era Je fais la guerre. El texto incluido pertenece a Notas de viaje por la América del Sud (Buenos Aires, Hyspamérica, 1985).
Como diría mi viejo (QEPD) si al que encabezó este artículo lo mirase sólo con un ojo diría que es medio pelotudo. En vez de estar orgulloso del país que éramos para el Centenario, lo critica infundadamente, como buen ignorante y resentido (zurdo seguramente). Le recomiendo leer historia. Clemenceau, un republicano hasta la médula, no deslizó crítica alguna, excepto a una frase «atribuida» a él que decía ‘ , ‘
http://historiapolitica.com/datos/biblioteca/visitas%20culturales_bruno.pdf
Estimado lector. Aparte de que no se conocen orgullos eternos cuando de naciones se trata, vale la pena también aceptar que una buena proyección hacia el desarrollo, como en 1910 la tenía la Argentina gracias a su riqueza, podía perderse en un segundo gracias a sus dirigencias. No imaginaba que lo de la patada al hígado iba a ser tan acertado y encima encontrarme con que uno de los aludidos me respondería tan inocente y envenenadamente, con insultos incluidos. Acerca de mis ignorancias, lo libero del tedioso trabajo de remarcámelas, ya que las reconozco a diario y sin necesidad de usar espejo.
En cuanto a la negación de ver una crítica en las reseñas de Clemenceau, ¿de qué podría tratarse si no es de la ceguera que los argentinos tenemos respecto de nuestras limitaciones, falencias y necedades, que nos hacen disimular cuando nos exhiben en nuestra cara el fracaso de 200 años?
El silogismo para catalogarme de medio pelotudo si se me mira con un solo ojo, es válido, a pesar de lo trillado. Claro, Usted mismo, para criticarme, utilizó la mitad de los argumentos posibles, por lo que le caben también las generales de la ley (su propio padre le enseñó la norma). Vea, Danilo: gracias por mandarme a leer historia, ya que siempre dejo abierta alguna ventana para las influencias externas y -por supuesto- podría aceptar una suya. Y justo me lo sugiere a partir de Clemenceau, que es divertido, aunque tiene sus galimatías. Usted parece aludr a la frase: «Argentina crece gracias a que sus políticos y gobernantes dejan de robar cuando duermen» y pretende aclararme que en realidad no la dijo él. Quizás. Pero alguien que considera que no somos lo que parecemos y viceversa, con una sutileza monumental susurra esto: «Mientras que el aspecto de las calles de Buenos Aires es verdaderamente europeo, tanto por la disposición y la fisonomía de todas las cosas cuanto por la dominación de nuestras modas y la expresión de las caras, todo este mundo es argentino hasta médula de los huesos, exclusivamente argentino» y lo condimenta con un «Lo picante de Buenos Aires es presentarnos, bajo velos de Europa, un argentinismo desatinado».
¿Qué sucede en realidad? Por supuesto que Clemenceau es un republicano más erquido de la Tour Eiffel. Y es por eso que él proyecta -insisto, sutilísimamente- la oscuridad en la que puede caer el simpático nuevo país del Sur, riquñisimo en todo. Dice: «Y lo más curioso quizás es que este patriotismo intratable, que con gusto se atestigua de una manera ofensiva en tantos pueblos que no quiero nombrar, toma aquí aires tan amables, tan candidos me atreveré a decir, que nos dejamos arrastrar bien pronto por el deseo de verlo justificarse».
El orgullo nacional lleva a que los rioplatenses «no contentos de ser argentinos de pies a cabeza, si se dejara hacer a estos diablos de gentes, nos argentinizarían en un abrir y cerrar de ojos».
Finalmente, Sr. Gómez, le sugiero que no se apure a encasillar a un redactor a o a un orador en una celda ideoógica. Yo también – alguna vez, influído por personas como Usted- le temía a la palabra «oligarquía» y me parecía que sólo pertenecía al lenguaje de los anarcos del Centenario o a los subsiguientes brazos de todas las izquierdas del mundo. Para Usted, decirle «oligarquía» a los hacendados ricos de 1890 a 1920, me hace «zurdo». Me temo que se trata de una apreciación tergiversada. No veo en las tendencias de la izquierda del S XXI nada lo suficiente bien proyectado como para conseguir mejoras reales en las sociedades que ellos pretenden hacer reverdecer. Pero, tratándose de la posición que Usted demuestra adoptar, naturalmente, debo estar a su izquierda, porque me temo que a su derecha no haya espacio para ubicar a nadie.
Allo