• Diario 5 -Buenos Aires, sábado 8 de febrero de 2025

Para comprender cómo en los círculos literarios de Buenos Aires algunos escritores que integraban las Sociedades Literarias (la cumbre fueron, en el Siglo XX, los grupos "Florida" y Boedo") se zambulleron el género "Memorias", revisamos un poco los contextos nacional y mundial en los que estos artistas vivían.l

Desde tiempos antiguos, el género de las «Memorias» ha capturado la imaginación de lectores y escritores por igual, convirtiéndose en un puente entre lo íntimo y lo histórico. Este formato permite al autor abrir una ventana a su vida y, al mismo tiempo, ofrecer un testimonio de los cambios sociales, políticos y culturales que vivió. Su riqueza reside en la mezcla de subjetividad, análisis y narración, cualidades que han cautivado a audiencias de todas las épocas.

Uno de los primeros ejemplos notables es San Agustín, cuya obra Confesiones (397-400) marcó un hito en la literatura occidental. En ella, el autor reflexiona sobre su vida y su conversión religiosa, estableciendo un modelo que combina introspección personal y búsqueda espiritual. En el Renacimiento, Benvenuto Cellini, con La vida de Benvenuto Cellini (1558-1563), ofreció un vívido retrato de su tiempo desde la perspectiva de un orfebre y escultor, lleno de aventuras, conflictos y autoproclamado genio.

En el siglo XVIII, el género floreció con autores como Jean-Jacques Rousseau, cuya obra Las confesiones (1782-1789) revolucionó la literatura al revelar sus emociones y contradicciones de manera descarnada. Su enfoque en el yo como protagonista reflejó el espíritu del Romanticismo emergente. Similarmente, las memorias de Giacomo Casanova, Historia de mi vida (escrita en el siglo XVIII pero publicada póstumamente), no solo relatan aventuras amorosas, sino que ofrecen un fresco social del siglo de las luces.

En el siglo XIX, León Tolstói escribió Confesión (1882), explorando su crisis espiritual y el sentido de la vida, mientras que en Francia, Chateaubriand, con Memorias de ultratumba (1848), ofreció una obra que es al mismo tiempo testimonio político, literario y autobiográfico.

Ya en el siglo XX, el género se diversificó aún más. En Inglaterra, Virginia Woolf y su Moments of Being (publicada póstumamente en 1976) reflejan la introspección y fragmentación propias de la modernidad. En América, Vladimir Nabokov, con Habla, memoria (1951), elevó las memorias a un arte narrativo, entrelazando recuerdos personales con reflexiones sobre el exilio y la creatividad. También en el ámbito hispanoamericano, autores como Gabriel García Márquez, con Vivir para contarla (2002), ofrecieron una visión íntima de su vida y su proceso creativo.

Estas obras, entre muchas otras, muestran cómo el género de las «Memorias» ha sido un vehículo privilegiado para explorar la relación entre el individuo y su tiempo. En Buenos Aires, el género tuvo un desarrollo particular, tal como lo ilustran las obras de Martín García Mérou, Miguel Cané y otros, que documentaron la transformación de la ciudad y sus debates culturales desde el lente personal y colectivo. Y ahí vamos.

La expansión del género de las “Memorias” en la literatura porteña y argentina

Las memorias de Martín García Mérou se volvieron clave para entender la literatura de 1880, del mismo modo que las de Manuel Gálvez lo serían para los primeros años del siglo XX. Con Recuerdos literarios (1891), García Mérou no solo dejó un registro personal, sino que marcó un punto de partida para un nuevo género literario. Aunque los textos eran “apuntes trazados a la carrera” y no pretendían un éxito trascendental, la novedad radicaba en el adjetivo del título: literarios. En ellos, la memoria no era un simple ejercicio autobiográfico; se enfocaba en la vida literaria y su contexto.

Los recuerdos eran fundamentales para los escritores de 1880. Obras como Juvenilia de Miguel Cané, Recuerdos de viaje y La gran aldea de Lucio Vicente López, o los Croquis y siluetas militares de Eduardo Gutiérrez, son ejemplos que recuperan el pasado desde perspectivas personales o históricas. También brillaron las “memorias de viejos”, como las de José Antonio Wilde (Buenos Aires desde 70 años atrás), Vicente Quesada (Memorias de un viejo) y Santiago Calzadilla (Las beldades de mi tiempo). En ellas, más que la voz del autor, dominaba la reconstrucción de una Buenos Aires que, a los ojos de las nuevas generaciones, se desdibujaba en un proceso de modernización acelerada.

García Mérou, en pleno auge del materialismo post-crisis de 1890, apeló a los jóvenes para rescatar la literatura como un acto de patriotismo frente a una sociedad que valoraba más la Bolsa que las letras. Protegido de Miguel Cané y miembro destacado del Círculo Científico Literario, Mérou representaba a una generación que buscaba revitalizar el romanticismo, pero con un enfoque más literario que político.

El romanticismo porteño y la influencia europea

En el Buenos Aires de fines del siglo XIX, la polémica entre clasicismo y romanticismo, que ya parecía anacrónica en Europa, resurgía con fuerza. Según Ernesto Quesada, estos debates revivían conflictos que Esteban Echeverría había traído de Francia décadas antes, cuando Hernani de Victor Hugo definía el liberalismo en literatura. Sin embargo, para García Mérou, el verdadero romanticismo argentino recién se consolidaba en 1880, cuando autores como Baudelaire, Poe y Hoffmann comenzaron a ser leídos y reinterpretados en clave local.

La influencia de estos escritores alemanes y franceses marcó una nueva sensibilidad en los jóvenes porteños. En el Círculo Científico Literario, figuras como Benigno Lugones, José Nicolás Matienzo y Enrique Rivarola adoptaron pseudónimos que evocaban la literatura alemana, mientras organizaban comidas literarias inspiradas en los dîners littéraires parisinos. Estas reuniones, que mezclaban lecturas de autores europeos y discusiones estéticas, eran parte de una bohemia que transformó la sociabilidad literaria porteña.

Entre el romanticismo y el esteticismo

El romanticismo tardío en Buenos Aires, según Mérou, se alejaba del tono solemne de Chateaubriand o Lamartine para acercarse al artistisme parisino de 1830, con Théophile Gautier y Gérard de Nerval como referentes. Este giro estético coincidió con la irrupción del pesimismo filosófico de Schopenhauer y el naturalismo literario, que influirían en autores como Eugenio Cambaceres.

En este contexto, el romanticismo dejó de ser solo una etapa juvenil para convertirse en una exploración del esteticismo y la paradoja. En los bodegones porteños, jóvenes escritores discutían exageraciones y teorías literarias que reflejaban el espíritu de una ciudad en transformación. El Buenos Aires de García Mérou y sus contemporáneos era, a la vez, escenario y protagonista de un cambio cultural que redefinió la literatura argentina.

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