Aún hay personas dispuestas a marcar la controversia. Pero Francisco fue el Papa de los humildes. Con los años, todos lo comprenderán mejor.
En la madrugada del lunes 21 de abril, falleció en Roma el Papa Francisco, a los 88 años. Su partida marca el fin de un papado que dejó una huella profunda en el mundo entero. Nacido como Jorge Mario Bergoglio, fue el primer Papa latinoamericano, el primer jesuita en llegar al trono de Pedro y, sobre todo, un pontífice que buscó acercar la Iglesia a los más necesitados, a los olvidados, a los que sufren en silencio.
Su vida estuvo marcada por la sobriedad, la firmeza espiritual y una visión pastoral profundamente comprometida con la justicia social. Desde sus años como arzobispo de Buenos Aires, Bergoglio eligió la cercanía por sobre la solemnidad, la escucha por sobre el dogma. En Roma, ese mismo espíritu se tradujo en gestos que sorprendieron al mundo: su renuncia a las pompas del Vaticano, su insistencia en vivir en la Casa Santa Marta y su apertura hacia temas hasta entonces tabúes en la Iglesia.
Su mensaje de misericordia, cuidado del planeta, y denuncia contra las desigualdades estructurales del sistema económico mundial resonó más allá de la fe católica. A lo largo de su pontificado, se convirtió en una figura global de referencia moral y espiritual.
Y suena el adiós desde todos los rincones del mundo. Era de esperarse que el impacto de su muerte se reflejara en los mensajes de líderes mundiales de todos los credos, ideologías y geografías.
Desde Estados Unidos, el presidente Donald Trump ordenó que la bandera norteamericana ondee a media asta hasta el día del entierro, y lo definió como “un buen hombre”. El vicepresidente James David Vance, quien lo había visitado el domingo, recordó con emoción sus palabras durante la pandemia.
El Dalai Lama subrayó que Francisco «se dedicó al servicio a los demás», mientras que el presidente ruso Vladimir Putin lo llamó un “dirigente sabio” y “defensor constante de los más altos valores del humanismo”.
En el Reino Unido, el rey Carlos III se declaró “profundamente entristecido”, y destacó su última comunicación con Francisco apenas unos días atrás. El primer ministro Keir Starmer lo describió como “el papa de los pobres, los oprimidos y los olvidados”.
En América Latina, las despedidas tuvieron un tono profundamente emotivo. El presidente brasileño Lula da Silva habló de “una voz de respeto y aceptación del prójimo” y destacó su papel en la denuncia de las injusticias del modelo económico global. Gabriel Boric, mandatario chileno, valoró su intento por acercar la Iglesia al pueblo y su mirada sobre la justicia social como forma de trascendencia.
El presidente argentino Javier Milei, a pesar de antiguos enfrentamientos verbales, expresó que haberlo conocido fue “un verdadero honor” y decretó siete días de duelo nacional.
Desde México, Claudia Sheinbaum lo definió como “un humanista que optó por los pobres, la paz y la igualdad”. Pedro Sánchez, de España, destacó su “compromiso con los más vulnerables”. La premier italiana Giorgia Meloni habló de la tristeza por la pérdida de un “gran pastor” y se comprometió a continuar su camino de búsqueda del bien común.
El presidente francés Emmanuel Macron recordó cómo Francisco quiso que la Iglesia “llevara alegría y esperanza a los más pobres”. Olaf Scholz, canciller alemán, lo consideró “una persona reconciliadora y afectuosa”. Y desde India, Narendra Modi destacó su “compasión, humildad y valentía espiritual”, evocando con gratitud sus encuentros personales con él.
No se sabe aún en cuánto su legado trasciende la Fé como para d arle una calificación a su plan de dar un cimbronazo revolucionario. Pero Francisco será recordado como un Papa que rompió moldes sin romper la tradición. Un hombre que miró a los ojos a los poderosos y al mismo tiempo se arrodilló ante los descartados del mundo. Un pastor que supo hablar con lenguaje simple de cosas complejas, y que, con gestos pequeños, imprimió un cambio profundo en la manera en que la Iglesia se mira a sí misma.
Hoy el mundo lo despide. Y aunque su silla en Roma queda vacía, su legado —de humildad, ternura, coraje y justicia— permanece latiendo, con acento porteño y vocación universal.