El país, cada vez más politizado y cada vez menos reflexivo, menos solidario (nunca tuvo plenitud tal concepto).
Los que estamos acostumbrados a buscar, buscamos sin vergüenza.
Lo que da vergüenza en no encontrar algo que nos diga que todo lo que no encontramos hasta ahora no era lo estábamos buscando. Ni mínimamente.
Las manifestaciones que se realizan desde un sector político para protestar sobre acción u omisión del otro y viceversa deberían cambiarse por una que en las que todos nos expresemos con energía contra los que, económicamente, fueron horadando y desgastando la confianza. Cada agrupación piensa que la culpa fue de «los otros».
Eso multiplica su condición de basuras.
Las agrupaciones políticas hicieron un tironeo constante pasando l por el estatismo, el liberalismo, cierta izquierda incompetente, una derecha ineficaz, gobiernos militares, regreso de la democracia, falta de madurez de las militancias, etc etc. Hay un mapa argentino con flechas que apuntan en direcciones a 360º, lo que significa que el país nunca arranca y no va a ningún lado.
Lo estás viendo.
Es el mapa de la verdad de la Argentina.
La imagen podría resumir la historia reciente de la Argentina: un mapa del país cubierto de flechas que apuntan en todas las direcciones posibles. Hacia el norte y hacia el sur, hacia el este y el oeste, hacia arriba y hacia abajo. Flechas que se contradicen, se pisan, se anulan. Un caos de impulsos que, lejos de generar movimiento, paraliza. Así vive la Argentina: como un péndulo nervioso, un trompo que gira y gira sin avanzar.
La responsabilidad no es de un solo gobierno ni de una ideología particular. Es de todos los que han tenido el poder y lo usaron mal. A lo largo de las décadas, el país fue horadado por un tironeo sin tregua entre proyectos antagónicos y, en el fondo, igualmente ineficaces. Se probó con el estatismo férreo, se coqueteó con el liberalismo extremo, se experimentó con una izquierda improvisada y una derecha sin rumbo. Se cayó en dictaduras, se celebró el regreso democrático, se volvió a tropezar con la misma piedra… una y otra vez.
Los militares interrumpieron la historia con brutalidad y fracasaron. Los gobiernos democráticos que los sucedieron no supieron o no quisieron establecer una continuidad seria de crecimiento, desarrollo y estabilidad. Las crisis se acumularon como capas geológicas, y cada nueva gestión llegó al poder con la promesa de ser distinta, pero con las mismas herramientas oxidadas y el mismo manual de parches. Lo urgente siempre ganó la batalla a lo importante.
El problema no es sólo económico, pero se expresa ahí con una violencia implacable. Inflación crónica, pobreza estructural, endeudamiento reiterado, fuga de capitales, desconfianza inversora, ciclos de ajuste y derroche, todo sobre una sociedad cada vez más cansada, más escéptica, más desconectada de la posibilidad de un destino común.
Las militancias, lejos de madurar, se convirtieron muchas veces en hinchadas que festejan la caída del rival político más que el logro propio. Defender un modelo, en la Argentina, suele ser negarse a ver sus errores. Y criticar al adversario, es desear su fracaso antes que ofrecer una alternativa real.
La dirigencia política ha sido, en su mayoría, la gran ausente del siglo XXI argentino. Incapaz de ponerse de acuerdo en un rumbo básico, mínima para los consensos elementales que cualquier país requiere para desarrollarse. Cada gobierno arranca barriendo bajo la alfombra los errores del anterior, mientras abre nuevos agujeros por los que se escapa el futuro.
No hay un modelo económico sostenido en el tiempo. No hay una planificación de largo plazo. No hay metas colectivas que sobrevivan a un cambio de signo político. Solo hay retóricas gastadas, liderazgos fugaces, y un sinfín de oportunidades desperdiciadas.
¿Puede un país salir adelante cuando cada sector tira para su lado, cuando no hay un eje común, ni una hoja de ruta que se respete más allá del turno electoral? ¿Puede un país encontrar destino cuando sus flechas no apuntan a un horizonte, sino al caos?
La Argentina necesita dejar de girar sobre sí misma. Dejar de elegir entre extremos, y empezar a construir sobre certezas. No hace falta inventar la rueda. Hace falta, apenas, sentido común, acuerdos básicos, instituciones que funcionen, liderazgos responsables y una sociedad que deje de mirar el retrovisor para empezar a trazar un camino.
Porque girar es fácil. Lo difícil —y lo urgente— es avanzar.