• Diario 5 -Buenos Aires, lunes 28 de abril de 2025

De la deuda que la sociedad mantiene con los soldados de Malvinas de un pedido de perdón por el gravísimo pecado del ninguneo del regreso, todavía nadie habla. Todos quieren alzar el martillo de juez.

Vociferar apasionadamente que las Islas Malvinas fueron, son y serán argentinas no agranda nuestros derechos. Los deja siempre en el mismo lugar.

¿Es eso, acaso. una pena?

Para quienes creen que las acciones con impronta épica y aroma a pueblo en lucha, sí.

Pero nuestros derechos no se sostienen porque se grite en una cancha o se repita en un discurso vacío. En los terrenos de la geografía, la historia y el derecho internacional contamos con un poco de mejores chances. La presencia británica en el archipiélago es la continuación de una invasión colonial que se mantiene -naturalmente- por la fuerza y no por la razón.

La Argentina jamás dejó de reclamar lo que le pertenece, pero lo hace frente a una potencia que se ampara menos en su poderío militar que en la indiferencia de un mundo que prefiere priorizar otros focos de conflicto en el mundo (si es que, de verdad, le da importancia al alguno).

El fácil despojo de 1833 no fue un hecho aislado, sino una parte muy significativa de la estrategia de dominación en la región: Inglaterra tenía sólo una colonia (propiamente dicha, de dominio político efectivo) en América del Sur, Guyana, tierra de un clima tropìcal, diametralmente opuesta a la perspectiva que se presentaba en las islas más extensas que se conocían en cercanías del Polo Sur. Durante un siglo y medio, el misterio británico de su angurria por conservar el archipiélago, le jugó a favor en algunas negociaciones en la región. Incluso hasta la Segunda Guerra Mundial se llegó a creer y decir que se podía controlar el sur del mundo desde Port Stanley y que hastalos nazis pretendían apoderarse las islas.

Los más de 148 años que pasaron entre esa toma de las Malvinas y el conflicto de 1982 hicieron crecer un mito al que un ilegítimo gobierno argentino intentó desbaratar en el momento político menos oportuno de la historia. Más allá de que se repita la teoría de que si se alcanzaban los 150 años de administración permanente, las Naciones Unidas le reconocerían a Gran Bretaña el derecho definitivo de posesión de su colonia, la realidad es que si se aceptaba el plan estadounidense de la administración de Malvinas a tres banderas, hoy podrían estar entre nosotros los 649 soldados que dieron su vida en el horrendo y congelado campo de batalla. Y probablemente, hasta mantendríamos el histórico estatus de ser la nación más próspera de toda la región. Por supuesto que esa propuesta del gobierno de Ronald Reagan, trasmitida en Buenos Aires por el Secretario de Estado Alexander Haig, no fue aceptada por la delirante Junta de Comandantes argentinos, integrada por Leopoldo Galtieri, Jorge Anaya y Basilio Lami Dozo. No es que la hayan descartado por amor a la patria. Ellos también eran angurrientos. Pero también eran geopolíticamente torpes y diplomáticamente nulos.

Independientemente de nuestras propias infecciones políticas, la autodeterminación que se esgrime como argumento británico para promover cierta independencia de los habitantes de Malvinas por su supuesta libre decisión, es un artificio: la población implantada nunca puede ser juez y parte en un conflicto territorial que se inició con una ocupación ilegítima. La única solución real pasa por el diálogo y la negociación, caminos que el Reino Unido se niega a transitar arguyendo necesidad de cautela para «evitar males mayores». Aparte de saber que su posición es insostenible en términos jurídicos y morales, el tema Malvinas siempre puede resultar un detonador harto negativo a la hora de tener que enfrentar situaciones similares en la ONU, especialmente frente a España, por Gibraltar.

La Guerra de 1982 fue la consecuencia de una dictadura desesperada por sobrevivir. La tercera Junta Militar de ese proceso inicado en 1976, arrinconada por su fracaso económico y la creciente resistencia interna, decidió jugar la ultra hipócrita carta del nacionalismo para intentar recuperar legitimidad. Condujeron al país a un conflicto desigual y condenaron a miles de jóvenes a una guerra para la que no estaban preparados. El coraje y la entrega de los combatientes contrastan con la incompetencia y la brutalidad de los altos mandos, que maltrataron a sus propias tropas mientras pretendían engañar a la sociedad con una victoria imposible.

Malvinas no fue un error, fue un crimen. No les importó la por muchos advertida inviabilidad de la operación. Menos aún que muchos de esos soldados pudieran perder la vida o sufrieran efectos calamitosos, como discapacidades, psicopatologías y o impulsos suicidas.

El precio mayor de la canallada de unos indignos herederos de San Martín y Belgrano que sólo buscaban salvar su culo, lo pagaron soldados de la conscripción. Los malditos generales, almirante y brigadieres de entonces, enviaron al infierno a un puñado de ciudadanos  enrolados en la Fuerzas Armadas por la obligatoriedad de cumplir con el Servicio Militar.

La mayoría era clase 62.

Imperdonable es poco.

Para comprender el asco que tal reclutamiento significaba, basta con mirar hoy, en 2025 a cualquier grupo de chicos de 18, 19 y 20 años y transpolar sus rostros a un uniforme de batalla. Y no sería aceptable ninguna cínica teoría que intente asignarles a aquellos adolescentes un grado mayor de madurez por encima de los actuales.

Al volver, los excombatientes encontraron un país que prefería olvidarlos. No hubo homenajes, ni reconocimientos, ni asistencia adecuada. Muchos quedaron sumidos en la pobreza, la enfermedad y el abandono.

Por eso, no habrá jamás campaña de recaudación por inundados, ni para ayudar a afectados por terremotos, ni por el bien de personas con discapacidad, ni movidas extraordinarias con artistas que brinden su apoyo a los pobres, ni nada por impresionantemente descomunal que se vea, que pueda devolverle al argentino en general, el argentino medio, es decir, el «argentino merdio», el mérito de sentirse «solidario»,. Cuando las hipocresías sobran, los que amamos señalarlas renovamos nuestras energías.

Y lo hacemos.

Pueblo solidario en general, las pelotas.

Apenas una parte muy pequeña de la población con cierta dignidad que provea suficiente vergüenza personal como para salir a pelear por la dignidad de otros. Y -sin bastardear la superioridad moral que estas personas tienen por encima de la media- habría que ver por cuánto tiempo podrían sostenerlo. Este puñado de personas se complementa con un sector con cierto nivel de generosidad caritativa, dispuesto a donar bienes o, incluso dinero, cuando -cada tanto- alguna de esas necesidades convoca. Solidaridad, en cambio, es una cadena de acciones con un nivel de compromiso que suele exceder nuestra comodidad.

Efectivamente, la solidaridad requiere de compromiso activo y horizontal con los demás. Y, antes de cambiarlo por una actitud contraria, debemos saber si habría situaciones en las que seríamos capaces de sostenerlo con alguien que no fuera parte de nuestros sentimientos. Se solidarizan de verdad quienes aplican el sentido de comunidad, sin tanta necesidad de basar su acción en la empatía fácil. Los soldados de Malvinas, después del 14 de junio de 1982 eran los mismos que dos meses antes recibían cartas de apoyo de chicas de colegios secundarios.

¿Nadie se puso a pensar qué sucedería si la guerra no llegaba al puerto que anhelaban los que vivían la guerra como si fuera una competencia deportiva?

Nadie, no. Pocos, sí.

Ser solidario implica reconocerse en el otro y -si es necesario- actuar colectivamente para mejorar condiciones algo que haga falta en la de alguien, algunos o todos. Esta parte habría llevado a la sociedad a reconocerse perdedora de la guerra.

– ¿Queeé? Ni en pedo! A mí me dijeron que habíamos recuperado las Malvinas y me tienen cantando la marchita desde abril, para que ahora nos vengan con que perdimos?

En la solidaridad cada parte aporta y recibe en función de sus posibilidades y necesidades, sin generar dependencia ni desigualdades en la relación. En cambio, la caridad, aunque puede nacer del mismo impulso de ayudar, resulta en un acto unilateral y asistencialista. Se basa en la buena voluntad de quien da, pero sin cuestionar las estructuras que generan la necesidad.

Mientras la solidaridad busca transformar la realidad de manera duradera, la caridad suele aliviar momentáneamente un problema sin necesariamente erradicar su causa. ¿Dónde creemos los argentinos que estamos ubicados?

Todavía hay compatriotas que nos discuten sobre este tema. Se desesperan por alzar la vos diciendo que «el argentino es solidario». Y volvemos siempre sobre lo mismo: que ayudamos a los inundados en Bahía Blanca 2025, La Plata 2013 y Santa Fé 2004; a los incendiados en Córdoba, en Neuquén, que donamos plata en Un Sol para los chicos, para la Casa del Músico y participamos de cenas para recaudar fondos a favor de hospitales públicos. Todo está bien. Y loable. Pero tildar de «solidaria» a una sociedad no se consigue con un trámite veloz.

La sociedad, que había vibrado con el “estamos ganando” de los noticieros, dio vuelta la cara cuando la derrota se hizo evidente. Malvinas dejó de ser un símbolo patriótico y se convirtió en un tema incómodo. Recién décadas después se empezó a reparar en algo de lo que se debía: pensiones, reconocimiento, asistencia psicológica.

Pero el daño ya estaba hecho.

Y todavía quedan secuelas, aún hay deudas pendientes. El heroísmo de los soldados nunca debió confundirse con la cobardía de los dirigentes que los usaron como carne de cañón. Y el olvido no es una opción para un país que dice reivindicar su historia.

 

Malvinas es una herida abierta, pero también es una causa justa. No es un capricho, no es una excusa política, no es un pretexto para discursos demagógicos. Es la expresión de un reclamo legítimo que atraviesa generaciones y que debe sostenerse con inteligencia, con estrategia y con memoria. No se trata sólo de recordar a los caídos. Hablamos de ayudar a las generaciones venideras a que puedan entender lo que pasó. Las naciones que aprenden de los errores, crecen.

– ¿Y seguir exigiendo?

– Nos corresponde. Mientras haya una voz que lo diga, Malvinas seguirá siendo parte de lo que somos.

– ¿Podríamos haber renunciado a nuestros derechos de reivindicación de la soberanía de las Islas Malvinas?

– Desde que hubo derramamiento de sangre de compatriotas, no. De ninguna manera.

Y de no haber habido una guerra por Malvinas ¿podría haberse realizado un plebiscito tal el caso de las islas Picton, Lennox y Nueva en el Canal de Beagle, en el que la ciudadanía decidió -en 1984- si continuábamos reclamando por ellas o las cedíamos a Chile, como proponía el laudo arbitral del Papa Juan Pablo II, quedándonos con la soberanía marítima del canal?

En ese hipotético caso, entendemos que no habría podido ser igual. Reclamar por las Islas Malvinas, un territorio marítimo argentino de entrañable arraigo cultural desde la educación de muchas generaciones, no es igual a hacerlo por tres puntos geográficos prácticamente desconocidos por la población, hasta el momento del riesgo de conflicto con Chile, en diciembre de 1978.

La soberanía no se regala ni se olvida. No involucra odios, venganzas, ni revanchismos posibles. Es la delicada combinación de justicia por argumentos reconocibles y dignidad colectiva de una nación. Todos sabemos que se trata del más importante desafío diplomático que se haya planteado la Argentina en toda su historia. Y continuamos esperando al canciller capaz de enfrentarlo.

 

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