• Diario 5 -Buenos Aires, jueves 20 de marzo de 2025

El Museo en Yapeyú que conserva la estructura de la casa natla del general Don José de San Martín

Yapeyú, 25 de febrero de 1778. En una casa de adobe, rodeada de naturaleza exuberante, nace un niño que se llevaría los mejores capítulos de los libros de historia. Afuera, la vida en la misión jesuítica sigue su curso. Indígenas guaraníes trabajan la tierra, cosechan yerba mate, fabrican tejidos. Dentro, una madre lo acuna. Una mujer guaraní, Rosa Guarú, también lo cuida. Algunos dirán que fue su verdadera madre, la que le dio amor y lo acompañó en sus primeros años.

Pero la infancia de José Francisco de San Martín sería breve en su tierra natal.

Dicen que de niño ya mostraba una mirada seria, como si supiera que su destino estaba marcado. Aquel tiempo transcurrió entre juegos con los niños guaraníes, lecciones en casa y la observación atenta de la vida militar de su padre.

En 1781, Don Juan de San Martín, recibe un nuevo destino. Hay que partir. Rosa llora y el niño también. Le prometen volver. Cómo es el destino!

Buenos Aires lo recibe con su bullicio colonial. Aunque nada tenía que ver con Yapeyú, no habría tiempo de acostumbrarse a la capital del Virreinato. En 1784, otro viaje, esta vez con un objetivo más definido. Rumbo a España. El mar inmenso, la travesía de cien días, las olas golpeando la embarcación. En Cádiz, la familia toca tierra firme y se instala en Málaga.

Nuevo hogar, nuevas costumbres. Pero también dificultades económicas. Lo poco que tenían en Buenos Aires debió venderse antes de partir.

José es inquieto, curioso. Estudia en la Escuela de las Temporalidades, pero su corazón está en otra parte. A los 11 años, viste el uniforme de cadete del Regimiento de Murcia. Lo llaman «indiano» por su piel morena y su acento. Se burlan. No importa. Aprieta los dientes y sigue adelante. Pronto demostrará que no es sólo un niño de ultramar. En el campo de batalla, empieza a forjarse el hombre que, décadas después, cambiaría la historia de un continente.

En España, José ingresó a la academia militar de Murcia con apenas 11 años. La guerra era su escuela y él, un alumno aplicado. Observaba, preguntaba, aprendía. No era un soldado más; era un estratega en formación. A los 13 ya portaba uniforme y a los 15 entró en combate contra los moros en África. Luego vinieron las batallas contra Napoleón. Bailén, La Albuera, Arjonilla. Espadas que chocaban, disparos que cruzaban el aire. San Martín, atento a cada movimiento, grababa en su mente los secretos del arte militar.

Ascendió rápido, no sólo por su valentía, sino por su mente afilada. Pero algo dentro de él se agitaba. Sabía que su destino no estaba en la corona española. Supo de los movimientos revolucionarios en América y la idea de la independencia comenzó a arder en su pecho. En 1811, con 33 años y una carrera consolidada en el ejército español, renunció a todo y partió rumbo a Londres. Allí se reunió con compatriotas exiliados. Hablaban de libertad, de una América sin cadenas. No hubo dudas. Debía regresar.

A los pocos meses, San Martín pisaba suelo de las Provincias Unidas del Río de la Plata. No era el niño de Yapeyú ni el oficial de España. Era el hombre que traía un plan, una causa y un ejército por construir.

Años después, el niño de los naranjales se convertiría en el Libertador. La parte grande de la historia. Hoy es el día para recordar a aquel pequeño de cabellos oscuros corriendo entre los árboles, sin imaginar, siquiera, que su nombre quedaría grabado en la historia.

 

 

 

 

 



 

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