Francisco: el Pontífice que resistió tempestades y nunca dejó de tender la mano.
Supo mantenerse firme. Enfrentó críticas tormentosas desde su primer día como sucesor de Pedro. Nadie se imaginaba que sería un Pontífice que incomodara tanto a los extremos: demasiado reformista para unos, exageradamente prudente para otros. A ninguno le regaló facilidades. Su único compromiso fue siempre el mismo: el Evangelio.
No habían pasado ni 24 horas desde su elección en marzo de 2013 cuando ya emergían falaces acusaciones en su contra, tejidas con hilo grueso y poca honestidad. Algunos organismos de derechos humanos, encandilados por sus propias batallas internas y fogoneados por algunos periodistas que aún hoy- no asumen su fracaso como como factor de influencia progresista, intentaron instalar una imagen falsa: la de un Jorge Bergoglio cómplice de la dictadura militar argentina. Sin más pruebas que prejuicios, ignoraron testimonios de sobrevivientes que lo señalaron como protector y ocultaron su conocida labor silenciosa para salvar vidas durante los años oscuros. De la escena de Bergoglio contra los canallas, habíamos pasado a la de Los canallas contra Francisco. Con paciencia de buen pastor, Francisco no respondió con rencor. Sabía que la verdad no necesita gritar para imponerse.
A una semana de asumir, en un pasillo del Vaticano, le dijo a un cardenal norteamericano acusado de encubrir a curas pedófilos: «Usted no es bienvenido aquí». Esa lucha la emprendió y se extendió generando sustos y revueltas clericales en varios países. Instaló un tema que no podía lavarse con escepticismos.
Desde Roma, la resistencia no cesó. Fueron años de recibir dardos desde distintos flancos. Para sectores conservadores dentro de la Iglesia, Francisco fue “demasiado reformista”: sus gestos hacia los pobres, su impulso a la sinodalidad, su apertura al diálogo interreligioso y su firme postura ambientalista incomodaron a más de uno. Algunos vieron en su papado una amenaza a la rigidez estructural que preferían conservar.
Pero, paradójicamente, desde otros sectores, el mismo Papa era acusado de ser «inmovilista», de «congelar» reformas que ellos pretendían inmediatas y totales. Se lo atacó por no abrir del todo el sacramento del matrimonio a las parejas homosexuales, por mantener la enseñanza tradicional sobre el aborto y por insistir en la necesidad de «discernimiento» antes que en slogans fáciles.
Se olvidaron, o no quisieron recordar, que la fidelidad de Francisco era a Cristo y no a las modas filosóficas.
Pocos reconocieron la finísima línea que eligió caminar: la de acercar a todos sin traicionar el depósito de la fe. Cuando habló de acompañar a las personas homosexuales, de construir puentes en lugar de levantar muros, no cambió la doctrina. Cambió el tono, la mirada, el gesto: acercó la misericordia donde antes muchos sólo veían condena. Fue acusado por eso. Y también por no ir más lejos, como si ser Papa fuera someterse a lobbies y no a la conciencia iluminada por Dios.
Se llegó al absurdo de suponer que Francisco habilitaría debates sobre cuestiones como el aborto, una práctica que la Iglesia rechazó desde sus orígenes, por amor radical a la vida. Jamás puso en discusión el valor de cada vida humana. Sostuvo que «no hay peor exclusión que eliminar una vida humana naciente», y defendió a las mujeres vulnerables con la misma fuerza con la que defendió a los pobres y a los migrantes.
Francisco conoció la calumnia, el desprecio, la tergiversación. Y sin embargo, no retrocedió. Siguió apostando por una Iglesia en salida, capaz de ensuciarse los pies en las periferias del mundo. No buscó ser el Papa de los titulares ni el de las encuestas. Quiso ser, simplemente, un pastor.
Hoy, mientras una porción importante del planeta llora su partida, resplandece el verdadero legado de un hombre de fé inquebrantable, compasión activa y humildad de raíz. Cuando se puede ver que un hombre sufrió la incomprensión con la misma dignidad con la que abrazó a los descartados, entendemos que estamos ante una grandeza que cuesta describir.
De manera que la historia del papado de Francisco no se puede contar sin hacer zoom, también, en sus adversarios internos. Uno de los más notables —aunque siempre envuelto en cierta corrección pública— fue el cardenal Robert Sarah. originario de Guinea. Este jerarca africano representó a una parte del clero profundamente crítica de muchas de las líneas pastorales abiertas por Francisco. Sarah fue prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos hasta 2021, cuando Francisco aceptó su renuncia por límite de edad. Este cardenal siempre se mostró como un firme defensor de la liturgia tradicional, de la misa en latín y de posturas teológicas conservadoras.
Uno de los puntos más duros de su crítica fue su denuncia de lo que llamó la «nueva cultura unisex», a su entender, una corriente ideológica que pretendía «anular las diferencias naturales entre hombres y mujeres», «destruir la identidad familiar» y «socavar la raíz misma de la creación divina». Sarah asociaba estos cambios a un «progresismo relativista» que, según él, había permeado también a ciertos sectores de la Iglesia.
Aunque sus advertencias parecían genéricas, en los círculos eclesiásticos quedó claro que apuntaban —de forma más o menos velada— al enfoque pastoral de Francisco, especialmente en temas de familia, sexualidad y diversidad. El guineano llegó a insinuar que algunas iniciativas impulsadas por el clima general del pontificado ponían en peligro la verdad doctrinal, aunque nunca nombró al Papa de manera directa, por respeto a la figura de Pedro. Ya en 2020 había coescrito con Benedicto XVI «Desde lo más profundo de nuestros corazones», un polémico libro en defensa del celibato sacerdotal. Por supuesto que varios analistas eclesiásticos de mundo, que cobran lindos sueldos en cadenas importantes de TV, interpretaron ese gesto como un intento de contrapesar la discusión que Francisco había abierto en el Sínodo de la Amazonia sobre la posibilidad de ordenar hombres casados en regiones remotas. Pero todo fue pour la galerie y por el placer ególatra de criticar al jefe: el mismo Francisco se mantuvo fiel a la tradición del celibato.
Sarah no fue el único. Durante su pontificado, Francisco debió soportar a un sector de cardenales y teólogos conservadores conocidos como los «Dubia Cardinals» (los Cardenales de las Dudas). Descolocados, le exigieron aclaraciones públicas sobre su encíclica Amoris Laetitia, especialmente en lo relativo al acceso de divorciados vueltos a casar a la comunión. Los cardenales Raymond Burke, Walter Brandmüller y otros firmaron documentos públicos que, en tono respetuoso pero desafiante, exigían respuestas a Francisco. El Papa argentino, fiel a su estilo, optó por no responder directamente, considerando que la Iglesia debía aprender a vivir en la tensión madura entre tradición y misericordia.
Tremendo flanco fueron ciertos sectores de la ultraderecha católica norteamericana, liderados el ex nuncio Carlo Maria Viganò y con apoyo de medios como LifeSiteNews, lanzaron durísimos ataques contra el Papa, llegando incluso a pedir su renuncia bajo acusaciones de encubrimiento de abusos sexuales (acusaciones que nunca fueron probadas), justo cuando fue Francisco quien presionaba para que en toda la Iglesia de los Estados Unidos se rompa el «espíritu de cuerpo» y fluyan las denuncias. Viganò llegó a afirmar que Francisco formaba parte de un complot mundialista para destruir la Iglesia desde adentro, mezclando teorías de conspiración política con cuestiones religiosas. Estos ataques fueron tan extremos que, salvo pequeños grupos ultraidentitarios, la gran mayoría de la Iglesia los desestimó como marginales.
Francisco, siempre actuó como un equilibrista. Nunca cedió ni al populismo progresista ni al chantaje conservador. Sostuvo los principios esenciales de la fe y, al mismo tiempo, abrió espacios de diálogo en temas como las uniones civiles para homosexuales (reconociendo derechos civiles pero sin tocar el matrimonio sacramental), el cuidado de la creación (Laudato Si’), y la necesidad de incluir a todos los fieles, sin excepciones, en el seno de la Iglesia. Nunca traicionó ni al Evangelio ni a su misión de tender puentes en un mundo roto. No fue el Papa que algunos querían. Sí fue el Papa que el mundo necesitaba. Y muchos están empezando a entenderlo recién ahora.