• Diario 5 -Buenos Aires, lunes 28 de abril de 2025

En Buenos Aires, el inicio del otoño trae consigo un cambio pequeño pero profundo. Mirando el paisaje desde barrios como San Cristóbal, Balvanera o Almagro, las hojas de los plátanos ganan un protagonismo irreemplazable. Bordean las calles y comienzan a caer lentamente, tiñendo de tonos amarillos y marrones las veredas porteñas. No se nota tanto la gradualidad en calles angostas el acortamiento de los días. Sí en cambio se hace muy notorio que las luces de los faroles se enciendan un poco antes.

¿Es propio de la impronta porteña que estas hojas y las de otras especies iluminen con un tinte melancólico las esquinas de la ciudad?

Ciento por ciento.

El otoño es parte del ADN de la Reina del Plata. Hay un aroma particular en el aire, mezcla de humedad y tierra, que comienza a acentuarse al adentrarnos en el mes de abril. No siempre caminamos por nuestras plazas y parques. Pero, si por esas cosas de los itinerarios -fijos, aleatorios o caprichosos- nos volviera a tocar tal experiencia, toda la literatura porteña se nos vendría encima con pompa y solemnidad litúrgicas.

La opción dos es contemplar el paso del tiempo desde un café. Pero como cada vez hay menos, los dolores se suman y con poco mérito de nadie. Demasiadas marcas ajenas, sin identidad, casi tilingas, se imponen con poco sentido del gusto a los porteños noveles por apenas un poco de diseño seudo vanguardista y patisserie industrializada. Aceptamos que ganan algunos de sus puntos con la prolijidad. Pero algún día alguien tendrá ideas para hacer que su bar quede eternizado en el inconsciente colectivo de los porteños por venir, ya que las franquicias de Starbucks, Havanna, Pizzerías Kentucky ni Café Martínez, jamás podrán alcanzar la sagrada jerarquía de integrar la bohemia local.

Mientras tanto, al otro lado del hemisferio, la primavera despliega su renovación. Ya son muchas las regiones en las que el verdor y los brotes anuncian el renacimiento. Siempre es curioso encontrar elementos que revelan cómo ambos rincones del mundo, en un mismo momento, aunque opuestos, están ligados en un ciclo común.

Históricamente, estas fechas han estado marcadas por significados profundos en distintas culturas. Con el advenimiento del cristianismo, la Iglesia integró las celebraciones precristianas de equinoccios y solsticios a su propio calendario. El equinoccio de primavera, por ejemplo, se relacionó con la Pascua, simbolizando el renacimiento y la victoria sobre la muerte, mientras que el otoño quedó en un segundo plano, más vinculado a la preparación para el invierno y los rituales de cosecha.

No nos quedó alternativa, desde este rincón del sur, que encontrarnos con las Pascuas en otoño.

¿Es mejor?

Muchas personas creemos que sí.

Aquí se vive la recordación de la Semana Santa como una pausa contemplativa, una invitación al recogimiento, mientras el mundo al norte celebra el resurgir de la vida. No es insensato entender que se trata de dos perspectivas complementarias, como un diálogo entre estaciones.




 

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