• Diario 5 -Buenos Aires, sábado 15 de febrero de 2025

La situación que forzó Cristina Kirchner y que derivó en la inminente interna, no deja de abrir especulaciones de todo tipo.

La frase de Cristina Fernández de Kirchner: «Los Poncio Pilatos y los Judas no van más en el peronismo» evoca una serie de preguntas profundas sobre el simbolismo y las figuras históricas que eligió para describir su situación política actual. Al referirse a Poncio Pilato y Judas, Cristina no solo hace una analogía con traiciones y lavados de manos, sino que sitúa el conflicto dentro de un marco ético que tiene connotaciones religiosas muy potentes. La referencia inevitablemente nos conduce a preguntarnos: ¿se está comparando ella misma con una figura mesiánica como Jesús? ¿De verdad se siente como la víctima de una traición similar a la que sufrió el propio Cristo?

Analicemos esto en profundidad. Poncio Pilato, en la tradición cristiana, es la figura que, a pesar de tener la autoridad para impedir la crucifixión de Jesús, se lava las manos y permite que la multitud decida su destino. Judas, por su parte, es el discípulo que traiciona a Jesús por treinta monedas de plata. La implicación de Cristina es que algunos de sus antiguos aliados ahora están traicionando el movimiento peronista o, más concretamente, traicionándola a ella como líder central.

Este tipo de narrativa es poderosa desde el punto de vista emocional. Convoca una visión maniquea del conflicto político: los buenos (leales) contra los malos (traidores). En este marco, los traidores son aquellos que, como Judas, vendieron la causa por interés personal. Los Pilatos son los que, frente a una situación de injusticia, deciden no intervenir, lavándose las manos. Aquí surge una pregunta inevitable: ¿Cristina se ve a sí misma como una figura que encarna el sacrificio y la verdad, como lo hizo Jesús en la tradición cristiana?

La respuesta a esta pregunta es, por lo menos, polémica. Cristina ha sido una figura central en el peronismo durante dos décadas, pero siendo objetivos, su estilo de liderazgo ha sido, muy a menudo, autoritario y polarizante. Muchos de los que alguna vez estuvieron de su lado han decidido apartarse, algunos por diferencias ideológicas y otros, quizás, por la oportunidad de alinear sus intereses políticos con nuevos actores dentro del Partido Justicialista, como Ricardo Quintela, gobernador de La Rioja, que ha emergido como un contendiente clave en la disputa interna del peronismo.

Sin embargo, Cristina no está exenta de hipocresía al hacer estas declaraciones. Recordemos el contexto de 2003, cuando Néstor Kirchner ascendió a la presidencia con el apoyo de Eduardo Duhalde. Duhalde fue clave para catapultar a los Kirchner al poder, pero apenas lograron consolidarse en la presidencia, los Kirchner se distanciaron políticamente de Duhalde, una maniobra que muchos consideran la traición más grande que hubo en el movimiento peronista, aunque la sociedad estaba atravesando un momento de hastío de tener que ponerle la lupa a los dirigentes políticos, después de la crisis de 2001.

Este patrón se ha repetido a lo largo de los años, en los que Cristina ha roto alianzas estratégicas o no hizo nada -en un principio- por retener a actores políticos una vez que ya no los necesitaba (tal como ocurrió con Alberto Fernández, Sergio Massa) y los volvió a convocar cuando le convino (tal como ocurrió con Alberto Fernández, Sergio Massa). Esta irrefutable prueba nos deja en claro que -en el caso de que en el futuro aún tenga aún algún terreno que pisar en la arena política sin enfrentarse a una punición judicial por los renombrados casos que la involucran-

Así, la utilización de figuras como Poncio Pilato y Judas para retratar a sus adversarios actuales parece una ironía del destino. Cristina y su marido participaron en su propio «lavado de manos» y «traiciones» cuando la situación lo demandaba, siempre en función de la preservación de su poder político. Hoy, cuando la dinámica del peronismo se está redefiniendo y ella pierde poder frente a nuevos liderazgos, busca retratar a sus oponentes como traidores morales. Es una táctica conocida en la política, pero también revela una contradicción interna: aquellos a quienes ahora acusa de traición, podrían estar replicando la misma lógica de supervivencia política que ella misma utilizó en el pasado.

¿Es, entonces, coherente que Cristina adopte esta postura mesiánica y moralizadora? La respuesta, desde un punto de vista ético y filosófico, depende de cuánto peso le otorguemos a la coherencia de los actos políticos en función de principios inmutables versus la lógica pragmática del poder. Lo que sí es claro es que su denuncia de los «Judas» y «Pilatos» del peronismo tiene poco de inocente. La política argentina, y en especial el peronismo, ha estado plagada de alianzas volátiles y traiciones que responden más al oportunismo que a una ética genuina.

Si en uso del amplio poder de su dedo eligió a Scioli, a Boudou, a Alberto Fernández, a Sergio Massa, a Axel Kiciloff y a tantos otros para diversos cargos, ¿por qué tenemos que creerle a quienes nos están negando que Cristina ya está considerando ofrecerle, formalmente, una candidatura a José López en 2027?

Al final, lo que queda es una reflexión sobre la naturaleza del poder. ¿Cristina realmente cree en el carácter redentor de su figura, o esta es simplemente una estrategia para mantener a sus seguidores alineados frente a lo que parece una pérdida inminente de control sobre el peronismo? Las figuras históricas que menciona, cargadas de simbolismo religioso, no deben ocultar la realidad de una lucha interna dentro del peronismo que es más política y pragmática que moral. Y en ese juego de poder, las traiciones, lamentablemente, no son la excepción, sino la norma.



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