Toda la atención sobre lo violento que resultó ser Alberto Fernández. Nada sobre la desgracia argentina de haber tenido un gobernante de esta calaña. Y hay una sola culpable de eso: Cristina Kirchner
Cristina Fernández de Kirchner, en una jugada que muchos calificaron en su momento como una movida maestra, es la verdadera artífice de la llegada de Alberto Fernández a la presidencia. Fue ella quien, en 2019, decidió postularlo como cabeza de una fórmula en la que se aseguró el control del poder al colocarse como candidata a la vicepresidencia. Esta decisión no solo fue estratégica, sino que también consolidó un acuerdo que incluyó a Sergio Massa, un líder político que había estado distanciado de ella, pero que regresó al redil bajo la promesa de una alianza que supuestamente revitalizaría al peronismo.
Sin embargo, lo que siguió fue una presidencia marcada por la inoperancia, la falta de liderazgo y, como se ha descubierto recientemente, por conductas profundamente reprochables en el ámbito personal y público de Alberto Fernández. Desde la «Fiesta de Olivos», que simbolizó el distanciamiento entre el gobierno y la realidad de la gente, hasta las recientes y estremecedoras revelaciones sobre la violencia doméstica que ejercía sobre su pareja, Fabiola Yañez, queda claro que su gestión fue un fracaso rotundo.
Pero, ante todo, la pregunta crucial es: ¿Quién es realmente responsable de haber colocado a este hombre en una posición de poder tan elevada? La respuesta es ineludible: Cristina Fernández de Kirchner. Ella eligió, designó y promovió a Alberto Fernández como la figura que debía conducir los destinos de la nación. Por lo tanto, no puede ahora desentenderse de las consecuencias de esa elección. Cualquier análisis objetivo del período de gobierno de Alberto Fernández debe recordar constantemente que su ascenso al poder fue el resultado directo de una maniobra política que lleva la firma de Cristina Kirchner.
Así, mientras la imagen de Alberto Fernández se desploma y su legado se desvanece en el olvido como un presidente que defraudó a quienes confiaron en él, es imperativo recordar que quien lo colocó en esa posición, y por ende quien debe asumir la responsabilidad histórica, es su homónima en la fórmula, Cristina Fernández de Kirchner. La historia juzgará a Alberto Fernández, pero también, y quizás con mayor severidad, a quien lo llevó a la presidencia.
Cada uno con su culpa y a su debido tiempo.
En su maniobra política de 2019, Cristina logró colocarse nuevamente en el poder, ungiendo a Alberto Fernández como candidato seguro a ganar la presidencia, consolidando aquel triunvirato de gobernabilidad con Sergio Massa como aliado clave. Pero Alberto no sólo fracasó en su gestión, sino que además estuvo marcado por una serie de escándalos que deterioraron su imagen y la de su administración, sin sospechar este pos final en el que pasó a ser señalado por la violencia doméstica ejercida sobre su pareja, Fabiola Yáñez.
Resulta alarmante el habernos enterado de la hipocresía del kirchnerismo y la agrupación La Cámpora, liderada por figuras como Máximo Kirchner, señalando a Fabiola como responsable principal de las malas elecciones de 2021 y 2023. Esta estrategia de culpar a terceros por los fracasos políticos demuestra la profunda crisis interna que atraviesa el movimiento, siempre dispuesto a sacrificar a quienes considera peones en su tablero.
Pero es aún más preocupante cómo un grupo de mujeres dirigentes peronistas y kirchneristas, muchas de ellas feministas y ministras de Alberto Fernández pero tan férreas operadoras de Cristina Kirchner, se vuelven contra el ex presidente mientras todos las miramos con la absoluta sospecha de que conocían la conflictiva tendencia del bigotudo a pegarle a las minas. Elizabeth Gómez Alcorta, Victoria Tolosa Paz, y Anabel Fernández Sagasti habrían estado al tanto de la violencia ejercida por el expresidente sobre Fabiola, incluso durante su embarazo. La doble moral, que ronda los cielos de las funcionarias de Alberto y que priorizan la defensa de Cristina por encima de la protección y apoyo a una mujer víctima de violencia, pone de manifiesto las contradicciones y las luchas de poder internas del kirchnerismo, por expresarlo sin los insultos que se merecen ante la tardanza de las pruebas.
La responsabilidad de Cristina Fernández de Kirchner en la elección de Alberto Fernández como presidente es indiscutible. Pero también es necesario cuestionar la complicidad y el silencio de quienes, por proteger su liderazgo, han permitido que un ciclo de violencia y abuso se perpetúe en el más alto nivel de la política argentina. La historia juzgará a Alberto Fernández, pero no se puede eximir de responsabilidad a quien lo puso en el poder y a quienes encubrieron sus acciones.
Cristina sabía perfectamente cuáles eran las «performances personales ocultas» del fulano que eligió para encabezar su fórmula en 2019. En ese tiempo, hubo entre ellos una falsa y maquiavélica reconciliación tras aquella etapa desopilante en la que mutuamente se recriminaban actitudes de los tiempos del Alberto jefe de Gabinete en los gobiernos de Néstor Kirchner y de la propia Cristina. Claramente hablamos de una dirigente que, necesitando «levantar un muerto», cansada de elegir funcionarios que -mostrándose leales- caían después en la corrupción (Boudou), se le iban de su control (Lousteau) o no alcanzaban los objetivos (Scioli) decidió llamar para que, primeramente, sea su vocero y, luego, candidato al cargo por el que tantos luchan, a quien la había catalogado de «cínica, delirante y cabeza de un gobierno patético, sin nada bueno para rescatar».
Dos ególatras que comparten apellido y oscilantes conductas entre lo neurótico y lo psicótico, son la mayora causa de un desaguisado con epílogo de país en decadencia. Él, en el barro. Ella, manoteando sin saber en qué dirección para que no la miren, como cada vez que uno de los suyos queda, como siempre, pegado.