En la Argentina, pocos temas unen tanto como dividen. Y en el centro de esa paradoja vive, lamentablemente, el fanatismo. En nombre de ideologías, banderas o lealtades mal entendidas, se ha insultado, negado, perseguido o endiosado según convenga al momento político, sin mediar autocrítica ni memoria.
La figura del Papa Francisco es un ejemplo nítido.
El afiche que reza: «Hasta siempre compañero» es una de las más profundas demostraciones de hipocresía que se hayan perfilado en la política argentina
En sus años como Jorge Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, fue objeto de una campaña sostenida de difamación por parte del kirchnerismo y sus aliados sindicales desde el año 2003. Es legendaria la «mudanza de Tedeum» que decidió Néstor Kirchner en 2006, para no tener que escuchar la homilía crítica que el cardenal le descerrajaría en la cara a él, su esposa la senadora Cristina Kirchner y a todo su gabinete. Un registro de Página 12 no nos deja mentir.
Como si ese precedente no fuera suficiente, en 2023, un desaforado Javier Milei en campaña, no tuvo tapujos de expresar por TV que Francisco era «el representante del maligno en la Tierra» y otras calamidades.
Pero lo peor – y volviendo al primer grupo de malabaristas del cinismo- se había producido apenas fue consagrado como jefe de la Iglesia, en 2013: Ahí lo acusaron, sin pruebas y con una malicia pocas veces aplicada en la política universal, de haber sido cómplice de la dictadura. En medios afines al «abarcativo» gobierno de entonces, se lo tildó de «oscurantista», «enemigo de los derechos humanos», “encubridor” y hasta “representante del poder eclesiástico más rancio”. Nada de eso impidió, sin embargo, que el mundo lo saludara con entusiasmo como el primer Papa latinoamericano. Tampoco detuvo a sus acusadores: simplemente dieron vuelta la página cuando les convino.
Hoy esos mismos sectores lo reivindican. Lo presentan como un faro moral, como una voz que acompaña sus consignas, como si siempre hubiese sido “uno de los suyos”. Lo usan en discursos, en marchas, en homenajes. Francisco pasó de ser el blanco de una operación de demolición simbólica, a convertirse en estandarte de causas que —más allá de su contenido— sólo se agitan cuando conviene electoral o corporativamente.
Este mecanismo de destrucción y posterior apropiación es típico del fanatismo. No importa la verdad, ni la trayectoria, ni la coherencia. Importa el relato, la oportunidad, el beneficio. El Papa no es el único. También lo han hecho con artistas, científicos, periodistas, héroes populares o enemigos circunstanciales. Se los descalifica con brutalidad o se los exalta con exageración, sin detenerse un segundo en lo esencial: la persona y su obra.
Lo peligroso es que esta lógica maniquea no sólo distorsiona la historia: también bloquea la posibilidad de diálogo, de consenso, de futuro. Y lo peor, es que muchas veces los que más agitan el odio se escudan luego en la paz, como si fueran inocentes. Fanatismo puro.
Si alguna enseñanza podemos sacar de esto es que, cuando un sector político dice defender la verdad, la justicia o la memoria, conviene revisar cómo ha tratado a quienes no le eran funcionales. Porque allí, en esos gestos, está la verdadera medida de su integridad.
Lo peligroso es que esta lógica maniquea no sólo distorsiona la historia: también bloquea la posibilidad de diálogo, de consenso, de futuro. Y lo peor, es que muchas veces los que más agitan el odio se escudan luego en la paz, como si fueran inocentes. Fanatismo puro.
El filósofo George Santayana advirtió que “el fanatismo consiste en redoblar los esfuerzos cuando se ha olvidado el objetivo”. Y esa frase resuena hoy más que nunca. Porque cuando la pasión política se convierte en negación del otro, cuando la militancia se transforma en ceguera, el daño no es sólo moral: es cultural, es institucional, es humano.
Stefan Zweig, testigo del derrumbe europeo por la intolerancia ideológica, dijo que “nada endurece tanto el corazón como la fe ciega en una causa”. Y eso es exactamente lo que seguimos viendo. En nombre de “la causa”, se ha permitido todo: desde la difamación hasta el olvido selectivo.
Quizás por eso, vale recordar también a Albert Camus, que nos advirtió contra el totalitarismo emocional que convierte al adversario en enemigo, y a la discrepancia en traición. A estas alturas, la Argentina no necesita más cruzadas. Necesita verdad, memoria completa, y un poco de decencia.