El conocimiento pleno que tenemos acerca de la silenciosa división entre quienes construyen a diario la dignidad docente y los que levantan la chapa de «la lucha» para mostrarse dignos, no nos lo quita nadie. La lucha fue, es y será -también- de los miles que se resisten a la compra-venta del humo sindical. Porque no les compran ese pecho hinchado con el que presentan, a puro discurso épico: «nuestros logros, compañeros!» y porque se avergüenzan de verlos pretendiendo venderle a la sociedad como actos de heroísmo, tantos de necedad.
Sobran pruebas.
Entre quienes hoy celebran el Día del Maestro se encuentran aquellos amantes de esa profesión encantadora, fascinante y solidaria, cargada de señales de estímulo y aliento para los inocentes argentinos que se entregan a que se les enseñe lo que corresponde. También se insertan en el grupo los que tecnificaron la actividad hasta límites que exceden el margen humano. Pero nadie puede llamarse a engaño respecto de los que por vociferar que defienden la dignidad laboral de los involucrados en el proceso educativo de los hijos de otros, se volcaron a naturalizar que el manejo de los trabajadores agrupados gremialmente, implica darles a sus simpatías políticas el primer lugar de las prioridades.
En el devenir de la politización de la actividad más noble que tenía la educación de una nación, pasamos a ver que ya no parece ser que se enseñe lo que corresponde sino lo que algunos suponen que está bien.
De ahí a la decadencia, sólo había que seguir la ruta ya iniciada. Y se llegó a destino, con gran facilidad, casi sin despeinarse y, encima, mintiéndoles a los futuros decadentes, que se les estuvo defendiendo la dignidad y se les está asegurando una formación libre de «tilinguerías cipayas como las que se enseñan escuelas privadas», de influencias nocivas que dejan lugar a posibles «inclinaciones al neoliberalismo individualista» o de deformaciones en la que «el odio gorila» ataca los valores del «ser nacional» promovidos por Perón y Evita.
Feliz Día del Maestro a los maestros.
Los devenidos en dueños del 11 de septiembre pueden irse.
Sí, por supuesto. Ahí.