• Diario 5 -Buenos Aires, viernes 21 de marzo de 2025

Diario 5 / 2025/02/04

El paseo de los libreros del Parque Rivadavia es inmenso pero mis amigas y yo lo vivimos como un escondite. Una porción de Caballito donde el tiempo aún parece deslizarse con elegancia propia entre las hojas de los plátanos y el rumor de las conversaciones en los bancos románticos de madera e hierro forjado cuyos espacios, hoy, en este sector del parque, ¡qué pena! ocupan unos subrogantes asientos de material.

Aquí, entre el murmullo de los paseantes y el vaivén pausado de los niños en la calesita, me doy el lujo de mis pequeñas costumbres. A veces, me acerco a los libreros de la feria, donde los tomos antiguos esperan, pacientes, a ser redescubiertos. Me encanta pasar los dedos por los lomos gastados, sentir el aroma del papel envejecido y permitirme el capricho de llevarme alguna edición con dedicatorias ajenas que, quién sabe, quizás cuenten una historia secreta dentro de sus páginas.

Otras veces, simplemente elijo un banco estratégico, de esos que permiten ver sin ser vista. Allí me siento, con mi abanico y mis lentes oscuros, a observar. Veo a los muchachos que cambian figuritas con una pasión digna de un duelo de ajedrez y a los jubilados que, en animadas tertulias, parecen debatir el destino del país con el mismo fervor de siempre.

Pero todo el parque juega a fascinar. Confieso que pocas cosas me resultan tan placenteras como una caminata cargada de imaginación infantil por sus senderos bien trazados, en los que imagino estaciones, muelles y aeropuertos, con viajeros de todo el mundo en llegadas y salidas. Puede ser a cualquier hora pero nada supera esos minutos en que el sol de la tarde dora las copas de los árboles y perfuma el aire con un leve aroma a tilo.

Y encaprichada en mi instancia perceptiva de niña, me acerco a la calesita. No para subirme, por supuesto, sino para escuchar ese acordeón mecánico que evoca las melodías de otra época. Me sigue resultando emocionante ver a los chiquitos extendiendo la mano, ansiosos por atrapar la sortija, como si el mundo dependiera de ello.

Procuro que el mero pasar por uno de los escenarios de riqueza de Buenos Aires no sea, precisamente, un lugar de paso. Y cuando el reloj me insinúa que es hora de marcharme, suelo despedirme del parque con una última mirada demorada, como quien deja un salón después de un baile encantador.


 

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