Si -como sociedad- decidiéramos poner manos a la obra y cerebros a las ideas, con el fin de elaborar alguna normativa que ordene las campañas políticas, sean lo que sea y de manera independiente a los debates, quizás encontraríamos un aprovechamiento mayor a lo que cada candidato nos quiere expresar. Y también podrían beneficiarse las imágenes de ellos.
Pero no es posible. No se puede establecer ningún reglamento para cuando los hambrientos de poder nos piden el voto. Los estilos son múltiples. Y -más allá de sus ideologías- casi siempre pasa que alguno no nos gusta por sus formas, sus gestos y palabras y hasta por su rostro.
Históricamente, los partidos Demócrata y Republicano, en los Estados Unidos tomaron muy en cuenta que la opción de tener al más buen mozo de los candidatos de turno, les daría mejores posibilidades al grupo político. Ocurre que tener ese criterio en una nación en la que la mayoría de las cosas que implican calidad de vida para la gente funcionan, es mucho menos indigno que se intente ganar un acceso al poder imponiendo una imagen o apariencia personal en un país en el que hay pruebas de sobra de que la decadencia fue generada por los anteriormente ungidos por nosotros.
El problema pasa siempre por ahí, es decir, por la honorabilidad de los que reciben el voto. Y casi nunca sale bien. Pedimos perdón por el «casi». Siempre nos gusta asomarnos por la mirilla de la esperanza, aunque eso nos iguale con las mediocridades más lastimosas.
Hace 40 años, el «Ataúd de Herminio», le hizo perder una elección al peronismo. Hoy, cualquier guarrada de la misma categoría (o, quizás, peor) le puede hacer ganar la elección a cualquier paracaidista.
Desde las 08.00, los candidatos hacen silencio.
Y nos lo merecemos.