Florencia Ibáñez, reconocida locutora radial, miembro del staff de Diario 5, analiza sin decibelímetro uno de los factores que implican, en gran medida una merma en la calidad de vida en las grandes ciudades, incluyendo, muy particularmente, la nuestra.
Ruido: Una calamidad
Escribe Florencia Ibáñez.
Alguien solía comparar la destrucción que producen los ruidos con la acción de las termitas, que avanzan implacablemente y carcomen los cimientos -por más poderosos que sean- abatiendo colosos de cualquier estructura. Ellas lo hacen silenciosamente. Es la única diferencia con los ruidos que, con absoluta impunidad y desvergüenza, afluyen por todas partes.
La ciudad de Buenos Aires sigue sobreviviendo en medio de ruidos, muchas veces de gran magnitud, provocados no solamente por la actividad normal de sus habitantes, sino también por la moda (por ejemplo, motos y aún autos con escape abierto). Si bien el sonido podría definirse como una vibración mecánica que se propaga en el aire, el ruido es un sonido no deseado, que de acuerdo a su magnitud interfiere en la calidad de vida de las personas, pudiendo producir desde ligeras molestias hasta el deterioro del órgano auditivo. El ruido es medido a través de la magnitud dB (decibeJ) y su efecto varía de acuerdo a la cantidad de energía recibida por el oído.
Según decía Julio Mafud, el hombre actual (y hacía esta referencia hace ya muchos años) recurre al estímulo sonoro para poder evadirse de la soledad y el aburrimiento. «El ruido comienza con la televisión, un fenómeno que desintegra todo tipo de conversación y la sustituye por el ruido permanente». En la ciudad, al ruido persistente de los aparatos de televisión se añaden los ruidos de los automóviles, que llegan al individuo a nivel inconsciente, pero que se van internalizando en su conducta. Mafud sostiene que «esta actitud de permanente estímulo para la exteriorización lleva al ser humano a poder evadirse de sus silencios o sus reflexiones.
Este fenómeno se evidencia también en los bailes de gente joven en que la danza está asociada a los ruidos y no al acorde musical, y en que las parejas no conversan por la intensidad sonora y por el estímulo del juego de luces en el medio óptico. No es raro escuchar decir a los jóvenes que se trata de música para escuchar a muy alto volumen. Los médicos anticipan en los adolescentes de hoy, los sordos de mañana.
Por otra parte, es necesario diferenciar entre ruido industrial y ruido comunitario. El primero considera las intensidades sonoras elevadas en los lugares de trabajo y la legislación establece límites de exposición y protección a través de distintos elementos. El segundo, en cambio, resulta más difícil de limitar o reducir. Únicamente en las zonas rurales o semiurbanas los ruidos son menores. En la ciudad el individuo vive constantemente acompañado por el ruido que es causante de afecciones nerviosas como el surmenage y el stress.
El hombre de la ciudad ha perdido el gusto por el sonido de la naturaleza: el suave roce de las hojas de los árboles cuando hay brisa, el canto de algún pájaro o, simplemente, el profundo silencio que protege al hombre de campo y devuelve fuerzas en las horas de descanso, tantas veces interrumpidas por las fiestas ruidosas de algún vecino.
No hace falta llegar al silencio. La salud está en aquietar, bajar decibeles, aflojar. No lo olvidemos.
Florencia Ibáñez / Revista Transacción (1985)