Nos acercamos a un aniversario significativo de la espantosa muerte de 193 personas en un galpón en el que miles de pibes y chicas se juntaron para ir a escuchar y ver tocar a una banda de rock. Nos vamos a dedicar, en estos días, a la recordación y homenaje a las víctimas, con imágenes y crónicas que hagan un panorama en el tiempo, abarcando la reflexión obtenida en estos nueve años y la perplejidad que nos inundó el 30 de diciembre de 2004 y los días subsiguientes. La siguiente es la observación de nuestro más experimentado redactor, quien marcó la cancha de tal modo que nosotros, los argentino, como sociedad, no estamos para nada exentos de responsabilidades cuando nos abarcan hechos luctuosos.
La nota fue titulada La Cultura de la Muerte, fue escrita por Roberto C. Neira* y proviene de los tiempos adyacentes a la catástrofe del barrio de Once. Roberto fue columnista para el programa Ensamble 19 en FM Premium de Buenos Aires y luego redactor de la web homónima, antecesora de Diario 5 y del mismo grupo de medios.
Los argentinos viven desde hace décadas bajo la curiosa convicción de que todas las cosas tienen una doble naturaleza: una cosa es cuando se las mira y otra cuando no se las mira. Esta extraña conclusión deriva de lo visible natural y de lo invisible transfigurado en la mente de quien cierra los ojos para no ver la realidad.
Si en este momento clausuráramos nuestra visión, podríamos imaginar una Argentina potencia, líder entre los países de América Latina, exportadora de cerebros y también de alimentos, pletórica de trabajo, con docentes culturalmente bien preparados y mejor pagados, visitada masivamente por turistas de todo el mundo que terminarían por rendirse a nuestros pies para declamar que la Argentina es «el mejor país del mundo», que la ciudad de Buenos Aires «es la más bella del mundo», que los argentinos son «los más inteligentes y serviciales», y, si lo desea, podría agregar a estas consideraciones todos aquellos etcéteras que le sea posible reunir y que son parte de la mentalidad común de los habitantes de este país. Por lo tanto, a ojos cerrados, la Argentina es un país que merece la pena ser vivido y disfrutado, donde no tenemos las plagas que existen en otros países, como la droga, corrupción, crimen, prostitución, inseguridad, pobreza, calamidades, pestes y guerras… Pero cuando abrimos los ojos descubrimos que la Argentina es todo lo contrario a lo que proyectan nuestras células cerebrales en la oscuridad y, ni siquiera así, tomamos conciencia de dónde estamos parados y cómo vivimos. Por el contrario, el análisis de cualquiera de estas manifestaciones es rechazado por absurdo ya que para los argentinos, entre otras cosas, vivir respetando las leyes, conservando la identidad cultural, imponiendo la justicia, defendiendo los derechos de los ciudadanos, discutiendo libremente los problemas de la población con las autoridades, cumpliendo los requisitos que impone el derecho al trabajo y viviendo una vejez tranquila y sin sobresaltos, es una utopía digna de la mente más fantasiosa, porque parecería mucho mejor vivir en esta suerte de anarquía, haciendo lo que nos place sin temor a ser castigados y transgrediendo todas las normas que la ley impone a la sociedad para que un país no se convierta en tierra de caníbales. De este modo, descubrimos por qué una mayoría de la población transita por la vida inmersa en un común trasfondo de idiotez que lleva a considerarla como residuos de una mentalidad históricamente primitiva y exacerbada hasta límites inconcebibles desde tiempos remotos. Y en esto tiene mucho que ver la clase política y diferentes sectores de la población, que en estos últimos 15 años han sido bendecidos por la varita mágica del capitalismo de mercado que conocemos bajo el nombre de «globalización» y cuya única ambición es controlar los resortes del poder enmascarados detrás de las instituciones democráticas, que lo son solo en apariencia, y que han servido de disfraz para confundir a la gente y obtener los votos necesarios para conducir a la república a la decadencia más profunda de que se tenga memoria desde el nacimiento de nuestra nación.
La tragedia de «República de Cromagnon», el boliche del barrio del Once que segó la vida de casi 200 personas, en su mayoría jóvenes, y dejó cientos de heridos, muchos en período crítico, puede ser, según uno lo quiera mirar, consecuencia de la imprevisión o del destino, pero jamás va a liberar a los argentinos de su propia culpa, la que como integrantes de una sociedad debemos afrontar y que pende sobre nuestras cabezas a la espera del mazazo final que tarde o temprano llegará de la manera más cruenta si subsisten, entre nosotros, las raíces crónicas que identifican a los habitantes de nuestro país con un hato de arrogantes y presuntuosos masoquistas, potencialmente suicidas, que se ríen de las leyes y desafían la muerte a cada paso pensando que a uno nunca le va a tocar. Lamentando la terrible catástrofe que se vive en varios países asiáticos como consecuencia del «tsunami», ¿a quién más que no sea la naturaleza se le podría achacar semejante desastre?. Sin embargo, los argentinos que, por suerte, carecen de esos aluviones, no cesan desde hace tiempo en provocar por si mismos «pequeñas» catástrofes cotidianas que, a pesar de concluir con saldos de víctimas muy inferiores a aquéllos, proporcionalmente con nuestra población, las cifras alcanzan promedios sorprendentes. En la Argentina, todos los días, mueren más ciudadanos en accidentes o como consecuencia de la inseguridad, que en Irak como resultado de una guerra entre la primer potencia mundial y grupos de rebeldes. En una palabra, si en otras regiones del planeta, hay víctimas provocadas por la naturaleza, en nuestro país el 90% de las muertes por accidentes o como consecuencia de hechos como el del recital del 31 de diciembre son evitables y derivan de la inconsciencia, de la transgresión de las leyes, de la imprudencia y de la falta de controles. Se trata de una «cultura de la muerte» que está desde hace tiempo conviviendo entre nosotros (1) y que cada día que pasa logra perpetuarse con mayor profundidad en el seno de la sociedad, tal como sucede en Colombia, Palestina, Afganistán o Irak. Las vidas humanas en la Argentina son solo números de una trágica estadística y solo importan a quienes han sufrido la pérdida de un familiar o de un amigo, el resto de los argentinos asiste impávido a esta secuencia como si todo sucediera fuera de nuestras fronteras y lejos de estas tierras. Hoy fue «República del Cromagnon» y, con razón, caerán todas las culpas sobre su propietario, Omar Chabán, para ocultar la imprevisión de las autoridades, la irresponsabilidad de los jóvenes que utilizaron fuegos de artificio en un lugar cerrado y el desatino de padres y madres de asistir a estos lugares con bebés y criaturas. Qué podría sucedernos mañana, no lo sabemos…
La pregunta es: ¿hasta cuándo?
(1) La «cultura de la muerte» que invade a los argentinos está formidablemente explicada en «Montoneros, la soberbia armada» de Pablo Giussani (Edit. Sudamericana-Planeta).