Si el argentino no asume sus miserias, seguirá atribuyendo sus impotencias, carencias y falencias a factores externos
En un Tedeum a puertas cerradas, el cardenal Mario Poli dijo que la sociedad hizo resurgir «la solidaridad» ante la pandemia del Coronavirus. El arzobispo de Buenos Aires se animó a ensayar un paralelo entre la pandemia actual y la parábola del buen samaritano.
La comparación realizada por el jefe de la Iglesia local, es nada más que una expresión de deseos basada en cuatro o cinco elementos destacables, frente a una realidad que no refleja ni mínimamente la tan mentada solidaridad de la que varios argentinos, supuestamente influyentes, pretenden incorporar en la conciencia colectiva como real.
En la producción Ar Visual, se prepararon capítulos para el Bicentenario de la Patria por el mismo redactor que comanda este vuelo. Fue hace exactamente 10 años. El más destacado se llamó «La Solidaridad Argentina». Tenía todas las características de un audio para armarle arriba un documental en imágenes para descoser almas. En él se enumera una serie de elementos que dan «prueba» de tal efecto colectivo como una suma de valores que aparentaban hasta tener alguna solidez.
Diez años más tarde (doce en realidad, ya que Ar Visual nació en 2008) el arrepentimiento por haber elaborado ese contenido para aquel capítulo es el más grande que cualquier plasmador de ideas haya -seguramente- podido experimentar a nivel intelecto-emocional. Ya en ese momento, el equipo de locutores (Gabriela de la Cruz, Florencia Ibáñez, Gerardo Larrosa y el autor) grabábamos frases como «Hay una solidaridad argentina que se mantiene viva y atenta», con entusiasmo profesional. Los impactantes resultados que percibíamos -a medida que avanzaba el trabajo- en un audio impecable, munido de atractivas cortinas, interesantes efectos sonoros y voces, superaban largamente en jerarquía al mensaje que se estaba enviando. ¿Y en qué se basaba ese mensaje? en un barquito de papel surcando aguas efluentes: la «solidaridad argentina». Nada menos. Cuando todo el trabajo terminó, las dudas acerca de la contundencia de aquel inolvidable capítulo inicial de Ar Visual me asaltaron vívidas. Algo sonaba raro. Casi a verso. Habíamos realizado toda una producción en la que se exaltaba a una Argentina solidaria. Nada que ver. Y era difícil asumirlo después de .
No podemos seguir jactándonos de ser dueños de una solidaridad generalizada como si se tratara de la Argentina de nuestros abuelos, en la que los vendedores o distribuidores podían dejar los productos en las puertas de las casas de los ciudadanos. Cualquiera y de cualquier edad sabe que lo que fuese que se dejara, quedaba allí, incluso horas y horas, después del reparto. Así era en cualquier pueblo o localidad, incluso grandes urbes, como la mismísima Buenos Aires.
No hay que olvidar que la solidaridad va de la mano de la decencia. Y lo único que faltaba en estos tiempos de tergiversación, tanto de la noticia del día como de la propia historia, que alguien salga a defender la idiosincrasia del argentino como efecto de una estructura decente de la sociedad. Porque no lo es. A los argentinos nos cuesta horrores asumir. No logramos hacernos cargo. No sabemos hacerlo. No estamos acostumbrados. A algunas cosas nos mal acostumbramos y a otras nos mal acostumbraron. La Argentina, en su tiempo de oro, fue el país latinoamericano que mejor atendió, desde el Estado, las necesidades de las personas y también de los emprendimientos privados.
Cuando el Estado fue mutando hasta transformarse en depredador de su propia sociedad, con picos notables en los ’70 y los ’90, los argentinos que comprendieron a tiempo esa situación salieron a «cubrirse» de los males que ellos acertaron en ver avecinarse. No fueron ni diez ni cien gurúes. Fueron miles: fueron empresarios entrenados tanto en el oro como en el barro de los negocios, fueron comerciantes baqueanos en todos los tira y afloje que se conocían hasta entonces, fueron profesionales atentos a los cambios diarios de su actividad, fueron economistas con visión panorámica, fueron modernos administradores de empresas, fueron cuentapropistas previsores y fueron empleados despabilados ante los cimbronazos sucesivos que se vendrían, dejando cada vez menos puestos de trabajo disponibles, crisis tras crisis. Y el ingrediente más poderoso de la bomba: Algunos de se sintieron influyentes líderes en barrios, pueblos y ciudades y se babearon ante una oportunidad de ingresar a la política por intereses. Todos ellos fueron los primeros en cambiar. Nadie los culpa. No hay pruebas. Eran inteligentes, vivos, muchos avivados por demás, pero todos conscientes de que la Argentina ya no iba a ser lo que había sido hasta sus infancias.
Los hoy chorros de barrio, los viejos ladrones de gallinas, los fieritas, los poco preparados, sin demasiada educación, siempre listos para la jodita agresiva, ellos no vieron el camino de entrada. Ellos, los chapados al tetra burlándose de cualquiera en una esquina, presas fáciles de los comercializadores de drogas baratas que consumirán para fugarse de una realidad fea pero que los depositará en otra directamente asquerosa, ellos, no tienen la más mínima posibilidad de ser los que te destruyan la estructura moral de una nación. Cuando lo intentan, van presos y quedan presos. Es imposible que generen una movida que actúe sobre la conciencia de la población como para que algunos ciudadanos empiecen a pensar que merece ser excarcelados, amnistiados, indultados o obtengan cualquier beneficio que los consagre impunes.
No tenemos dudas de que fue el anterior grupo de argentinos el primero que torció -sin demasiados esfuerzos- las costumbres argentinas que la ubicaban como un pueblo una solidaridad sustentable.
Yendo a los puntos que podrían justificar la pretenciosa expresión de Poli, se destacan las redes lideradas por Juan Carr o Javier Lozano, las manos solidarias permanentes de los equipos de cocineros que comanda Margarita Barrientos y las organizaciones colegas, que abarcan lo que pueden en su vocación que merecen el aplauso permanente. Nunca formarán parte de una estadística de solidaridad las campañas promocionadas para donaciones por caridad. Tampoco las anónimas. La caridad no es solidaridad. La caridad es un sentimientito que puede activarse cuando sobran unos pesos. La solidaridad es una actitud y ahí, como argentinos, cagamos la fruta. La actitud implica comprometernos. Están abiertos los comentarios para que discutamos si los argentinos sabemos aguantar esos trapos.
De todos modos, tomando en cuenta las complicaciones futuras de la Argentina al combinarse su fragilidad económica actual, la pandemia de Covid-19 y la incertidumbre que nos abraza, podemos aceptar que el Cardenal Poli apele a una mentira piadosa.