Desde 1982, no dejan de sucederse pensamientos que reclaman una renovación de argentinidad real.
Ya, 38 años. Nuestros soldados, lo mejor de la década. Sus jefes inmediatos, en su mayoría, gentuza, afectos a burlarse de quienes ellos llamaban asquerosamente «civilachos». Sus oficiales superiores, en su mayoría, panqueques burgueses que vieron que si llegaban vivos al final del conflicto, algún beneficio rascaban, a partir de una medalla. Y la plana mayor, que determinó el destino de cada uno de esos chicos devenidos en héroes, fue el centrum de la desaprensión humana, propia de los últimos ejemplares de una pseudo casta de familias autoinmunes a todo cuestionamiento a sus abarcativos poderes.
Pocos pensadores, analistas, periodistas, escritores o filósofos con alguna capacidad de influir en otros, se animaban, por entonces, a elevar sus voces acerca de la condición de lacras de estos detentores del control del país.
Nadie hace un mea culpa.
La sociedad se daba cuenta de que a esos chicos los estaban haciendo regresar por la puerta de atrás, dada la vergüenza que sus jefes no asumían. Transmitían -cobardemente y de soslayo- la sensación de que la culpa fue de «esos que están regresando». Si bien traicionero y traidor no significan lo mismo, un puñado de exquisitos oficiales superiores de la Fuerzas Armadas Argentinas se benefició con ambas aptitudes. Las expresiones «canalla», «hijo de puta» y «sorete» no debería abarcar a estos miserables, porque se trata, precisamente, de calificativos que se suelen descargar sobre humanos, es decir, indeseables, aunque humanos. Lejanos parecen los monstruosos comandantes argentinos que decidieron la guerra de Malvinas, como para resolver su sello en la historia con la liviandad de esos insultos tan cotidianos. Ya surgirán talentosos generadores de conceptos que encuentren los calificativos adecuados.
Las organizaciones y partidos de izquierda, perseverantes en su objetivo de sostener la memoria por los argentinos desaparecidos a manos de estos mismos cagatintas con fusiles, logró establecer una cultura de respeto a sus hombres y mujeres, a sus nombres y a sus militancias, de un modo muy diferente a lo sucedido con el recuerdo por lo sucedido entre abril y junio de 1982.
La causa Malvinas es homenajeada por los Argentinos desde una diversidad de pensamientos tan inmensa que jamás tendría a todos los tributantes unidos alrededor de un único criterio ideológico. Y eso no está mal. Porque el dolor por nuestros muertos y los fuertes recuerdos de nuestros estados de ánimo a cada comunicado del Estado Mayor Conjunto en la Guerra de Malvinas no conforman un tema ideológico. Pero la causa Malvinas, intrínsecamente, quizás sí lo sea. O quizás deba serlo.
La ideología con la que los Argentinos deberemos enfrentar la «Realidad Malvinas», pasados los 40 años del conflicto, no deberá pasar ni por el tamiz de la izquierda ni por el del liberalismo, ya que está claro que posicionarse en cualquiera de esas ideologías es la excusa perfecta para no asumir el inmenso y hasta inconmensurable trabajo político de hacerle entender a las próximas generaciones de argentinos que tienen que ser ellos quienes armen de nuevo el país, porque desde los «pactos preexistentes» a la Constitución de 853 hasta aquí, hemos fracasado.
El fracaso argentino se consolida tras la Guerra de Malvinas, ya que la condición de negador del habitante de este país -especialmente los de clase media de las ciudades mayores y sus conurbanos- hace que se viva y se exija vivir como si tal guerra no hubiese existido. O peor: como si la hubiéramos ganado.
Mi recuerdo, en este 2 de abril, a Fernando Del Debbio. Compartíamos con gran alegría los recreos en el Instituto Santa Catalina. Él, nacido en 1962 un año menos que yo, de 1961. Durante los años de primaria jugábamos a identificarnos como primos. Ya en el secundario, Fernando se mostró como una persona preparada para grandes proyectos, muy lúcido y de gran capacidad para los vínculos humanos.
Los soldados convocados a Malvinas eran chicos como Fernando, cargados de sueños personales, familiares, con amigos, novias, pasiones deportivas, artísticas, capacidades intelectuales, talentos múltiples y aptitudes humanas tan propias de un tiempo en que se valoraban la palabra y los patrimonios éticos.
Nadie trae una novedad cuando dice que el poder corrompe. Serrat los describe como esos «cachorros de buenas personas» que luego «llegaron a ser lo que son». Pues bien, Galtieris, Anayas, Lami Dozos, Menéndeces, sus tiernas fotografías de infancia no pueden compensarle a nadie las sensaciones que despiertan las fotografías del Cementerio de Darwin.