• Diario 5 -Buenos Aires, martes 17 de septiembre de 2024

Los robos en la Buenos Aires del S. XVIII

PorClara Martínez

Oct 26, 2019

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Momento en que se daba lectura a un Bando

Para cuando fue escrito En la corte del Virrey, de Arturo Capdevila -argentino modelo por donde se lo pretenda auscultar-  nadie podía imaginar el derrotero del delito en esa ciudad que se estrenaba como cabecera de un virreinato. Ingresemos en ese universo maravillosamente poético y rico del escritor cordobés, estrenando para internet una perla de su pluma.

Niña, éntrate. La noche se ha vuelto capa de pecadores. Y es que la Ciudad estaba espantada, en ese año de 1787.
Un ladrón finísirno andaba por Buenos Aires, llenando con sus increíbles robos las crónicas, asombrando las tertulias, aterrando los corrillos, desesperando a las rondas, excediendo a todas las posibles historias del tiempo, con insoportable disgusto del señor virrey.

Realmente era inaudito. Buenos Aires no había nunca sabido de nada igual. Robos jamás imaginados dejaban azorados a los vecinos, atónito al virrey, pálidos a los alcaldes. Todo desaparecía: joyas y telas, pedrería y plata, ropas de mujer y de hombre, y sobre todo, dinero. Día por día verificaba el vecindario que así como por arte de birlibirloque habíase desvanecido alguna alhaja del cofre mejor cerrado.

Tantas y tan repetidas substracciones determinaron que se diese estrechísimo bando, como de tiempo de guerra y plaza sitiada, prohibiendo que nadie anduviese en horas de la noche por la ciudad fuese noche de luna, así no- sin llevar luz de farol o linterna.
Y decía con clamor por las calles el pregonero:
“Bando. Ninguna persona deberá andar por las calles de noche, a caballo, después de la batida de retreta en la Plaza, hasta que se toque la diana en e1 Fuerte al amanecer, no siendo con el forzoso motivo de llegar de afuera o de hacer viaje para alguna parte; debiéndose por las que salgan de ronda, por los alcaldes de barrio, patrullas militares u otros comisionados aprehender a cualquiera que no siendo persona conocida induzca en sospecha”.

Cumplióse en todas sus partes el bando; privóse la gente en lo sucesivo de la Comodidad tan buscada del Caballo a la puerta para la nocturna tertulia; todo fue andar a pie, aun en las noches más negras, por esas calles que eran más bien precipicios que usaba entonces Buenos Aires. ¿Y Cuál fue el alivio? Como si la Ciudad estuviera encantada, como si los duendes se hubieran apoderado de ella, no había cosa de valor que no siguiera esfumándose de la noche a la mañana. Asunto ya no para sabuesos policíacos sino para Confesores y exorcistas parecía ser éste.
Como fuese a peor la mejoría, hubo de darse nuevo bando, aun más estrecho que el otro.
A previo toque de tambor lo pregonaron:
“Bando. Después de batida la retreta no podrá persona alguna, sin excepción ni de la más privilegiada -sea eclesiástico O secular- salir por las calles sin llevar luz. Y hallándosele sin ella, sea el que fuese, será conducido a la Cárcel. Y desde las 12 en adelante, ni con luz ni sin ella, podrán andar más de dos personas juntas”.

Tampoco trajo mejoría el nuevo edicto.

¿Serían los los soldados de infantería, o bien esclavos huidos, los autores de tan audaces rapiñas?

Los mal pensados daban a entender que de seguro se trataba de apañados de la autoridad, al paso que los más prudentes se reducían a Opinar… que era el progreso.

-Como ya somos virreinato… como ya somos Corte…
-Naturalmente -asentía otro-, Al ruido de la vida mundanal, solo llegan los que medrando al abrigo del lujo, tornan de más en más Corrompidos los tiempos. ¿Y asombrará que haya ladrones de manos tan sutiles? ¡Buenos están los años que corren! ¡Que! ¿No tenemos ya hasta peluquero francés?
En efecto. A los habituales barberos del Plata, modestos, modestísimos, con su par de jofainas y no muy variados perfumes, había venido a agregarse todo un señor peluquero, el más fino de los Fígaros, maestro peluquero de manos en verdad prodigiosas, incomparable en el arte de componer peinados de señora, mientras, con verba fácil y sobre fácil, feliz, narraba alguna linda historia de extranjis.

Era decidor. Era gentil. Contaba cosas de Francia, de la Península y del África. Allí se señaló su mérito en el real servicio, soldado de la expedición de Argel, donde tuvo la honra de parte del cuerpo de guardias wallonas y de recibir peleando dos heridas de fuego. Un año y medio sirvió allí banjo los reales pendones como el más pundonoroso, hasta que se vino al estas partes de América, por las buenas noticias que de ellas le diera un primo hermano suyo, Cirujano del ejército en los Patagones.

Estaba Casado, para mejor, con mujer española, bonita: María del Castillo, Cuyo del algo sonaba, Y tenía tres tiernas Y encantadoras niñas. ¿Quién más simpático que el maestro peluquero? En todas las casas linajudas y ricas, tenía franca la entrada; y si por ventura no estaba la Cliente, era el maestro, de los de esperar en el recibimiento. Y allá entraba el con su chaleco Y sus puños de encaje.

Y un día Sucedió lo inesperado. cuál no hubiera sido la emoción de Juan María Gutiérrez de Conocer los amarillentos expedientes que yo he tenido la melancólica Suerte de descubrir, donde todo esto se narra).

Un jueves, del mes de Octubre, el maestro peluquero (cuyo nombre no era Otro que el de José Levant) hallábase en el Café más concurrido, merendando con un camarada, cuando sacó su resplandeciente reloj de Oro, si no por ver la hora, quién sabe si únicamente por darse aires de ricachón. Pero mala cosa es de veras la vanidad. Y hubo de costarle cara esa vez al vanidoso; pues un parroquiano que por acaso estaba en una próxima mesa, como vio el reloj se dijo: Yo conozco esta prenda. Y mas: La reconozco por mía.

Hubiera llamado al punto a la autoridad el interesado, pero el predicamento de que gozaba Levant lo Contuvo, ¿Cómo hacerle tamaña afrenta allí en público? Prefirió el parroquiano poner simplemente la denuncia ante la justicia, por lo que allí resultare. Lo hizo. Entonces fue llamado Levant, que llegó muy señor su Capa azul española con vueltas de terciopelo Carmesí. Traía el reloj consigo, y preguntado acerca de dónde lo hubo, dijo que un catalán se lo había vendido. Eso fue todo. Se labró el acta de rigor, y José Levant estampó, lleno de dignidad, aquella su firma breve, clara, elegante. Con esto, y las disculpas por haberle molestado, tornó a su casa el maestro peluquero. Tranquilizó a su mujer con una sonrisa, besó a sus hijas, y a Cenar a gusto como todas las noches.

Prendido poco después un cierto Danz -el catalán que dijera el declarante- y preguntado y repreguntado con metódica astucia y directa amenaza de suplicio próximo, pronto se confesó adquirente de alhajas que le revendia Levant, y Comisionado suyo.

-¿Adquirente? ¿Y de qué modo? ¿Comisionado? ¿Y de qué Clase?

Quiso explicar; no pudo. Callar tampoco era posible. La inventiva de un bribón nunca es muy fértil. Más y más debió recostarse sobre la ineludible verdad, hasta que lo dijo todo. Lo dijo todo; y ante el asombro de los jueces empezó a configurarse la culpabilidad del príncipe de los Fígaros. Y es que realmente lo dijo todo el Catalán, incluso haber oído a alguien que la mujer de Levant tenía una pollera del mismo género de unas robadas.

Oído que esto fue, ordenó inmediatamente su merced. el Oidor al teniente alguacil. mayor traer con toda seguridad y custodia, y ya como 21 procesado, al increíble peluquero, previa inspección de su Casa.

Eran las nueve y media de la noche, y de hecho dormía Buenos Aires; pero allá fue el despertar, y el acudir a la casa de Jose Levant muchedumbre de vecinos. Hasta que le vieron salir en tan buena seguridad y Custodia que daba pena verle; y ya no a los hombros su Capa azul española con vueltas de terciopelo carmesí, tan vistosa, sino, a las muñecas, las ligaduras de los grandes malhechores.

Era, dijimos, muy de noche, y aun más tarde parecía en la cárcel, cuandro entraron: que siempre es más de noche en las cárceles. Además aquella lámpara del despacho vertía sobre la mesa del oidor una luz tan desvelada que envejecía las horas.
–Edad del acusado?
–Cuarenta y dos años.

–¿Patria?
–Francia.
-¿Otros cómplices?
No estaba el Oidor para perder el tiempo y sus preguntas eran mortales.

¿Cómplices?
La pregunta hace palidecer 21 Levant. Ciertamente no la esperaba tan resuelta. Piensa un punto en alguna evasiva. Pero el señor Oidor frunce de tal modo el ceño que según a las Claras se ve no está para interrogaciones Volanderas cuando en el contiguo salón se hallan muy a la mano los recursos del tormento. Y bien que lo merece el que tantas burlas hizo a la justicia.
-¿Otros cómplices?
Pues bien: Gregorio el Teatino. El negro Manuel. El mulatillo Bonifacio. Un mulato cochero, llamado Juancho, poseedor de buena

-Está bien. Seguiremos mañana. Por de pronto, al Calabozo con él.
La medianoche era por filo. No dormiría aquella noche Buenos Aires, con el asombro del suceso.

Arturo Capdevila (Córdoba, 1889-Buenos Aires, 1967). Poeta, narrador, dramaturgo y ensayista. Autor de más de Cien libros, entre ellos algunas novelas o crónicas históricas sobre Buenos Aires, como En la corte del virrey (Buenos Aires, A.L.A., 1942), a la que pertenece este fragmento.

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