Están cada vez más a punto caramelo. Son la verguüenza de mis perritos amigos del barrio. Son el blanco perfecto para cualquier tipo de recriminación. Si yo puediera levantar mi propia caca, lo haría, pero no puedo. Algunos reciben insultos. No parece importarles demasiado. Aguantan -¿»estoicamente» era la palabra?- lo que otros vecinos y continúan su camino o se meten dentro de su casa.
Los perros somos nosotros, pero ellos están emperrados en no levantar nuestras cosas, dejando sucias veredas y calles. Después vienen las pisadas de zapatos y pasadas por encima por vehículos.
El pelado que a mí me saca a pasear dice que esa es la verdadera grieta… que ahí, no se necesitan demasiadas explicaciones para saber de qué lado hay que ubicarse. En mi casa, muchas veces, hubo que sacrificar bolsas que eran para comidas o para guardar otras cosas. Pero yo veo que siempre que hago caca, él va con la bolsita, la recoge y la lleva al tacho de basura. Y cuando paseo con mi tía Floppy, ella hace lo mismo.
Hay varias señoras, por mi barrio, que se quedan en el umbral de su casa y ahí salen mis amigos a hacer lo suyo la vereda de los vecinos. Ellas los esperan y luego ellos se van adentro. ¿Qué pasó? El otro día, un nene que venía distraído pisoteó la caca de Toby -un setter hippón, que camina todo despatarrado- y enchastró la vereda de la señora (sí, la de Toby).
Les mando un lengüetazo y les recuerdo que en la vida lo más importante es jugar.