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Jose Antonio Wilde – 1820 – Patrullas y cadáveres

Pordiario5

Jul 28, 2015

    1820_milicosDelicias cuyas lecturas valen la pena y estamos dispuestos a seguir ofreciéndolas en el apartado «El Libro» de la Sección Cultura de Diario 5. Esta crónica de José Antonio Wilde, surgida del Libro de Buenos Aires (recopilación de Álvaro Abós) es, definitivamente, un renglón de estadística para la curvatura de crecimiento del delito enla Ciudadde Buenos Aires, el gran Buenos Aires y la Argentina toda. Habla claramente de las categorías de crímenes que se cometen en los tiempos en los que le tocó vivir, bien diferenciados de otros, a los que él hace referencia (1820). Por un lado, toma partido sin eufemismos a favor de Bernardino Rivadavia. Y en otro aspecto expresa algunos escepticismos con las acciones de la época contra la inseguiridad

    En aquellos tiempos no había vigilantes apostados en las bocacalles; el servicio de policía, en la noche, se hacía por medio de patrullas encabezadas por un alcalde, un teniente alcalde o algún vecino. Todos los hombres estaban obligados a hacer la patrulla cuando llegaba su turno o a poner un personero que costaba, generalmente, de 20 a 30 centavos.

    Casi excusado parece decir que eso se convertía (Como todo es susceptible de convertirse) en negocio, y que las citaciones se menudeaban para con aquellos que podían pagar. Muchas veces estas patrullas prestaban buenos servicios, impidiendo peleas, llevando a la policía ebrios o mal entretenidos; pero algunas ganaban un baile y no salían sino cuando amanecía, hora en que debía terminar su tarea. Durante la noche empleaban la siguiente fórmula: Cuando llegaba Cierta hora y veían gente, el Comandante de la patrulla daba la voz: “¿Quién vive?” La contestación, de la que la población estaba al Corriente, era: “La Patria”. “¿Qué gente?”. “Patrul1a”. “Haga alto la patrulla y avance el Comandante a rendir santo y seña”. Entonces, ambas patrullas hacían alto, los comandantes avanzaban algunos pasos a vanguardia de su respectiva comitiva, Y si uno decía en voz baja el “santo” y el otro contestaba la “seña”.

    Si en vez de patrulla era uno o más individuos, al “¿quién vive?”, se contestaba: “La patria”, al “¿qué gente?”, “paisano”, “militar” o lo que fuese y como es de suponer en este caso, no había ni santo ni seña.

    En estas patrullas iban, ya por tocarles el turno, o como personeros por los 20 centavos, algunos vejetes que podrían derribarse de un soplido, armados, uno de un machete o un latón, otro de un fusil de chispa, tal vez sin gatillo.
    La verdad es que la vigilancia armada no era tan necesaria como ha llegado a serlo después; los crímenes de toda Clase eran infinitamente menos numerosos

    No queremos decir que absolutamente no se cometía alguno; pero lo cierto es que eran rarísimos; los robos y los asesinatos premeditados, excepcionales: la mayor parte de las muertes violentas resultaban de peleas. Entre los Crímenes cometidos recordaremos el siguiente: Creemos que fue en 1824, un genovés, Misereti (ignoramos si era nombre o apodo), que tenia hojalatería, del Colegio media Cuadra para el río, fue bárbaramente asesinado por dos negros de su servicio. Éstos fueron fusilados en la plaza del Retiro, y un muchacho cómplice se salvó de la última pena por su poca edad, pero se le obligó a presenciar la ejecución (…)

    Preciso es confesado; teníamos una mancha negra; el uso del cuchillo. En la clase baja, tanto en la ciudad como en la campaña, en la más trivial contienda, a un dos por tres salían a brillar los cuchillos, dagas O facones; los Casos, pues, de heridas en pelea eran casi diarios, y frecuentes los de muerte.

    Durante la sabia administración de Rivadavia, debido a la prohibición de cargar cuchillo, los casos fueron algo menos repetidos, y no se oía jamás de los Crímenes atroces que hoy diariamente registra la prensa, en que aparecen familias enteras asesinadas, mujeres y Criaturas, hasta en brazos, bárbaramente degolladas. Con placer declaramos, sin embargo, que hace algún tiempo que no se repiten estas horribles escenas; mucho puede haber influido, la presencia de la policía rural en la campaña; sin embargo, siguen los robos en toda escala, con profusión. (…)

    están los jueces de paz de de enviar a criminales famosos que debían cuatro, cinco o más y de verlos cuatro o seis días después, paseándose en su partido con toda desfachatez y como desafiando su autoridad. ¿Qué es lo que ha pasado? Es muy fácil de explicar. Ha llegado el reo a la ciudad con un formidable proceso; el empeño de algún magnate, y hete aquí puesto en libertad al asesino, que Vuelve a Continuar en su camino de crímenes y a burlar la autoridad que había cumplido con su deber, y a quien no le queda gana de volverlo a cumplir.

    Cuando no ha mediado este empeño, Viene la inmoral y degradante medida de convertir al presidiario, al feroz asesino, en soldado de línea, deshonrando al Ejército Y facilitando la evasión del Criminal. “Este hecho solo -dice el doctor Quesada refiriéndose a esta medida-, formaría el proceso y deshonra de una administración que fuese verdaderamente libre”; y a fe, que tiene razón.

    Las reflexiones que han surgido nos han hecho detener demasiado al hablar de las patrullas.

    Era costumbre poner en exhibición, bajo los portales del Cabildo, el cadáver de alguien que se hubiese encontrado muerto en las Calles, sin duda con el objeto de que fuese reconocido y reclamado por sus deudos. No era raro ver al lado del Cadáver un platillo destinado a recolectar limosna para ayudar a sepultarlo, O para velas o una misa (. . .)

    La generalidad de los cuerpos exhibidos eran por peleas, accidentes casuales o muertes repentinas; porque, lo repetimos, hasta entonces, estábamos libres, casi por completo, de esos crímenes premeditados y salvajes que han manchado los anales de las naciones más civilizadas de Europa y que hoy se repiten con aterradora frecuencia entre nosotros.

    El suicidio puede decirse que era igualmente desconocido. En el espacio de muchos años sólo ocurrió uno que otro caso Y los suicidas fueron extranjeros.
    Verdad es que aquellos tiempos eran de abundancia y bienestar; los afanes, las ansiedades consiguientes al sostenimiento de una familia, aún numerosa, no preocupaban a nadie en un en que se vivía sencillamente; en que era tan fácil ganar dinero y en que los artículos de primera necesidad costaban tan poco, Y cuando la desenfrenada pasión por el lujo no había establecido su tiránico imperio entre nosotros.

    También eran raros los desafíos; no sabemos si porque entonces había menos honor que hoy; lo cierto es que eran rarísimos los duelos; y asimismo se adoptaban medidas tendientes a su supresión, como lo prueba el decreto del Supremo Director, de 30 de diciembre de 1814, inculcando sobre la irremisible aplicación de la pena de muerte a los que se desafiaban y asistían a los duelos en calidad de padrinos: considerándolos a `aquéllos como a verdaderos asesinos, no obstante que un falso y criminal punto de honor se esfuerce en disculparlos.

    José Antonio Wilde (Buenos Aires, 1815-Quilmes, Provincia de Buenos Aires, 1885). Médico (como su sobrino, también escritor, Eduardo Wilde), empresario, periodista y comediógrafo. Es autor de Buenos Aires desde setenta años atrás (1881) que según Roberto Yahni une “gracia y justeza descriptiva con valor documental”.

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