La singular narración de Marmier rescatada por Álvaro Abós en el Libro de Buenos Aires y que revivmos en forma exclusiva para Diario 5, no es apta para “feministas retroactivos/as”. Es que va de lleno al corazón de la cultura femenina argentina forjada desde los tiempos de la colonia y de la que aún no fueron desprendidas todas las amarras y todos los arneses. Leamos. Pequeño comentario al cierre.
Según me aproximo, la ciudad aparece a mi vista de modo muy singular y me hace pensar en las ciudades de Oriente, con sus casas blancas y grises de techos planos y sus cúpulas redondas. Pero este cuadro, bastante pintoresco, parece de segundo plano; no se ven bosques ni colinas; sólo una prolongada línea de edificios que, elevándose a una altura de algunos pies sobre el nivel del agua, corta el horizonte. Más allá, no hay nada sino la llanura, que no se percibe, la inmensa pampa solitaria que se desenvuelve con triste uniformidad hasta el pie de los Andes. Nada más gracioso, por otra parte, que el acogimiento expansivo, propio de las porteñas. Se acercan y tienden la mano, desde la primera visita, con las palabras más afectuosas: -“Señor, mucho gusto de ver a usted. Esta casa está a su disposición. Le quedaremos muy agradecidos si quiere venir a visitarnos con frecuencia”. Terminados estos cumplimientos, sirven el mate y la bombilla que uno pone entre los labios, pasa sucesivamente de boca en boca. Hay en el abandono y en la franqueza de las gentes del país, costumbres más singulares todavía. Por ejemplo: a la segunda o tercera visita que se hace a una familia argentina, se dará el caso de que una señorita corte con sus dedos un trozo de bizcochuelo con la mano, para ofrecerlo en la mano y sin ninguna ceremonia, al visitante. Otra señorita, para cerciorarse de que el té que ayuno le han servido bastante azúcar, meterá su cuchara en la taza para probarlo, después de haber probado el suyo. En la mesa, mientras los hombres proponen, a la manera inglesa, beber con ellos un vaso de vino Madeira, la dueña de casa, o una de sus hijas, pincha un bocado escogido de su plato y se lo manda al huésped con la sirvienta, en la punta del tenedor. Y esta gentileza no puede rehusarse a riesgo de pasar por un hombre muy mal educado. Es claro que viniendo de dos manecitas blancas y de labios rosados, no hay dificultad en aceptar estas gentilezas argentinas. Pero hay ciertos casos… Sea como sea, es una ley del país y todo viajero queda sometido a las leyes del país que visita…
…El mismo espíritu de uniformidad que ha regulado el ancho de las calles, preside la construcción de las casas. Casi todas han sido edificadas sobre el mismo plano: un piso bajo con ventanas de hierro que dan sobre la calle; en la parte del frente generalmente un comercio, adentro un patio cuadrado al que se abren los departamentos interiores; luego un zaguán; a veces, un segundo y un tercer patio. Estas series de patios, sombreados por parrales y árboles, forman un conjunto delicioso; sustraído a los ruidos de la calle, iluminados por un cielo hermoso y cubiertos de flores, son dignos del retiro de un poeta. Cada una de estas casas tiene su azotea donde, al atardecer, brillan constelaciones que harían eclipsar a la cabellera de Berenice. Muchos jóvenes astrónomos, apasionados por el estudio de esas estrellas que lucen entre dos crenchas de cabellos negros cubiertas por una mantilla de encaje, suben también a las azoteas. Yo no sabría decir lo que allí ocurre entre los astros vivientes y sus adoradores. Lo ignoro, porque nunca tuve ocasión de llegar a las elíseas umbrías de la ciudad argentina. (…)
Las porteñas, sin excepción alguna, hasta las más afables y de apariencia más frívola, no tienen más que un so1o objetivo, del que no se desviarán jamás: el casamiento. Todas sus gracias naturales, así como sus dones adquiridos, deben ejercitarse para llegar lo más pronto posible al santo sacramento, que es su máxima esperanza. Las tareas enormes que se imponen algunas, como la de aprender a balbucir el francés o el inglés, a deletrear un cuaderno de música, a dibujar una flor, todas están destinadas a adquirir superioridad sobre sus rivales para obtener más pronto la corona nupcial. Esta continua preocupación hace de cada hogar argentino que tiene jóvenes casaderas, una especie de claro en el bosque, donde las Dianas estuvieran acechando de continuo. ¡Ay del pájaro vagabundo y temerario que se detenga cerca de ellas! Cada rayo de sus ojos es una flecha, cada sonrisa de aquellas bocas bermejas, cada bucle de cabellos, es un lazo…
El extranjero presentado en la sociedad argentina con el feliz privilegio de soltero, puede estar seguro de ser muy pronto el objeto de tramas ingeniosas y de tiernas conspiraciones. Y si en un círculo de familia, aparenta cierta inclinación por una de varias hermanas que secretamente experimentan pretensiones por él, de inmediato se establece un tácito acuerdo y todas ellas se unen para secundar en su campaña matrimonial a la que parece contar con más probabilidades de éxito. Aparte el afecto natural que debe de llevarlas a desear el triunfo de la hermana, media otro motivo de interés. Casada ella, desaparece un rival y en la víspera de la boda, las hermanas heredan sus chales, vestidos y collares. Si con todos sus proyectos de libertad, el viajero cae algún día en esta red de conspiraciones, no creo que le llegue el momento de arrepentirse.
Xavier Marmier. El texto reproducido pertenece a Buenos Aires y Montevideo en 1850. Traducción de José Luis Busaniche. Buenos Aires, Editorial El Ateneo, 1948.
Aparte, si bien, por un lado, al momento de analizar la manera porteña de recibir a invitados, nos remarca algunas diferencias que para un europeos de aquellos tiempos podía ser una flaqueza de higiene (convidar una torta en un pasamano), por el otro podemos tomarlo como un exagerado, ya que sabemos que lo que para él podría ser condenable (lo decimos como una exageración nuestra: no, no llega ni mínimamente a plantearlo) para nosotros pudo ser la base de una idiosincrasia de mucha intimidad, de mucha unión.
Carlos Allo