Tratarán en Ciudad y Provincia de Buenos Aires, sendas leyes para sancionar a deportistas que abusen de su condición física.
Pasaron unos días. Sólo algunos. Hay quienes se sienten más dispuestos a enfriar la mente y buscar una ruta de solución al problema de la violencia juvenil. Entonces, Daniel Lipovetsky, diputado bonaerense, negocia con Leandro Santoro, legislador porteño para que ambos cuerpos parlamentarios traten sendas leyes que prevengan nuevas agresiones por parte de los jugadores de rugby, cuya superioridad física por sobre el resto de las personas no requiere descripción.
Buenas intenciones. Corto alcance. Tanto cualquier mediodía de trabajo, como la noche bolichera y los 366 días del año están plagados de conflictos entre jóvenes «fornidos» que nunca jugaron al rugby. Van a gimnasios, por ejemplo. Y preparan su cuerpo durante meses, con resultados satisfactorios, para ellos. La ley no los va a abarcar.
Esos muchachos… ¿garantizan que en su andar por los caminos de la joda y ante una circunstancia conflictiva no le peguen a un pibe de 50 kg? ¿hay certezas de que un grupo de flamantes patovicas -insistimos: lejanos al rugby- no se entusiasmen, unidos en manada y regados apenas con cerveza, para encontrar un blanco certero al que pegarle decenas de puntinazos en el cráneo cuando lo tengan en el suelo? Sin la más mínima hipocresía, en la Argentina de hoy, no.
Desde hace años se alzan voces que pregonan la inviabilidad del país hacia una sociedad con una convivencia sana si la educación sigue siendo la misma. Todas las semanas, en decenas de programas de radio y televisión, cuando comienza a ganar la luz alguna idea para encaminar el rumbo educativo se producen dos cosas posibles: o se aburre el público y cambia la sintonía o -para evitar la fuga de audiencia- comienza alguna discusión, casi siempre basada en cuestiones ideológicas.
No asumimos nuestros problemas. Somos negadores. Nos place buscar culpables y «malos» de la sociedad utilizando la vereda de nuestras simpatías partidarias. Está muy bien que comparemos presidentes y políticas de Estado en función de los resultados económicos que nos gustaría obtener en el país. Pero no nos detenemos ni siquiera a pensar que los pateadores de cabezas de salida de boliche tienen múltiples y heterogéneas ideologías, igual que nosotros, que nos horrorizamos con sus conductas criminales. Ellos son rápidos. Patean a la víctima y matan rápido. Destruyen familias en segundos. Nosotros somos tortugas. Ni siquiera. Las tortugas no pierden el tiempo discutiendo. Lentamente, van.
Nosotros, los «buenitos», antes de actuar en resolver algo de una evidencia monumental y que es lo que es, una tragedia colectiva, nos zambullimos primero en disputas paralelas a este drama social que no miramos en su dimensión real. Se trata de que por cualquier motivo, cualquiera de los millones de trogloditas que tenemos en las generaciones «en formación», se siente dispuesto a que si tiene un problema con otro y se va a las manos, encuentra la oportunidad de protagonizar su sueño de ajusticiar bajo su propio criterio, probablemente inspirado en ídolos ficticios y falsos héroes.
Lipovetsky y Santoro son adversarios políticos. Y al acordar ir por leyes que pretendan morigerar este tremendo dolor, dan una buena prueba de esa necesidad de unificar energías en busca del esperado alivio. Pero no nos tenemos que engañar más. El problema no es la actividad que suelen ejercer los delincuentes. Es improbable que miles de barrabravas jueguen al rugby. Incluso, recordando la ley que «controla» la conducta de los boxeadores profesionales en el flagelo de la violencia contra la mujer, se sabe que la inmensa mayoría de los maricones que han desfigurado los rostros de sus novias y esposas jamás se calzaron un guante de box.
Si bien las grandes ciudades argentinas son foco permanente de muchos delitos aberrantes (Buenos Aires, GBA, Rosario, Córdoba, Tucumán y Mar del Plata lideran las estadísticas) poco se observa el avance de las diferentes formas de violencia en localidades puntualizadas. Del mismo modo en que la ciudad de General Villegas dio muestras de ser el foco de una hipocresía galopante cuando una chica menor de edad que fue abusada y filmada por varios hombres, una horda de mujeres marchó para defender a sus maridos y los de sus amigas, sindicando de putita a la nena, en el caso de la muerte de Fernando Báez Sosa, el problema no es el rugby. ¿Nadie piensa que puede ser Zárate? Y como Zárate, están latentes de integrar la lista todas las ciudades de la Argentina.