La Locución en la Argentina está planteada como una actividad profesional para atrofiar la capacidad de pensamiento de una persona con vocación por la radiodifusión. Son realmente muy pocas las virtudes reales que se le pueden adjudicar a este casillero entre las funciones que tiene el medio.
Durante unos pocos años -y después de estudiar, ejercer el periodismo y hacer la «carrera» de locución- manejé dentro de mí una reserva al orgullo del tener ese mentado carnet. Era extraño, ya que, si alguien tenía pruebas contundentes desde lo vocacional, cierta intuición acerca de los códigos radiales y una carga de esfuerzo para arribar a la meta (había dado cinco veces el ingreso al ISER) era yo. Por eso, en ese período indefinido y ambiguo, reivindicaba la profesión que nos daba posibilidades de cumplir ciertos planes personales y profesionales.
Como tantos pocos, guardo pruebas vocacionales irrefutables de haber estado envuelto en esa pulsión de locutor-periodista-productor con inclinación a la música y la poesía. ¿Y? ¿qué ganamos con eso? ¿lo cuento por radio? O algo peor: ¿paso al aire en mis programas las grabaciones de cuando, a los 12 años, jugaba a la radio? Aunque parezca mentira lo que estás por leer, hay gente que cree que mostrando vanidosamente sus insoportables minutos de imitación de Guerrero Martinheitz, Larrea o Badía en los años 70 en cintas Geloso o casettes TDK, estaría ofreciendo a la historia de los medios de comunicación algún documento digno de los tesoros de Newseum. Y la verdad es que no. No le importa a nadie. Y ellos, al escuchar esto, consideran que los envidiás. Porque ellos ganaron «reconocimiento». No que hablar si a alguno se lo engloba en una extraña cápsula de mediáticos ahuecados llamada «los famosos». Son capaces de ningunear hasta a algún entrevistado importante, ya que, terminada la entrevista (o quizás durante la misma) sólo medirán esa importancia a partir del eventual reconociemiento que también tenga ese reporteado, aunque se trate de un gran científico, un escritor o un consagrado de las artes o el deporte.
Como toda actividad vinculada a los medios y cercana, tangencial o directamente vinculada con el medio de mayor atractivo para los amantes de la exposición personal, la televisión, la comunidad de locutores siempre estuvo cargada de egos prominentes y vanidades múltiples. El otro orgullo, el tesoro, la gema del arca de todos los pactos, la frambuesa en el bombón, era el carnet, la ridícula y endeble coraza legal que supuestamente protegía a los ostentosamente llamados “Locutores Nacionales” de las eventuales invasiones contra el derecho que nos reconocía y nos ungía como genuinos y auténticos. Ese falso bunker fue vulnerado desde varias plataformas del sentido común: estaba bien que un actor conocido dijera marcas, estaba bien que un cantante presentara un programa de TV y estaba bien que un periodista leyera una noticia, sin la incomodidad de decirla de memoria, ya que, de lo contrario “violaba” nuestro terreno de trabajo).
Ya sobre este asunto se dijo demasiado. Siempre se hizo desde los medios y en defensa de los locutores, que detentamos, aún, varios micrófonos en el país. Es verdaderamente insoportable, cada 3 de julio escuchar la sinfonía, casi en Cadena Nacional, ensalsando de manera autorreferencial, una actividad que, si bien tiene un lindo toque de solidaria, compañera y tantas bondades que a los hombres y mujeres de radio nos gusta remarcar, llenándonos la boca por sentirnos los salvadores de sociedad herida de soledad y encuentra en la radio el refugio que no le da el resto de la sociedad, es decir una vanidad repugnante de nuestra parte. Tomamos el Día del Locutor haciéndonos anualmente un homenaje, como si fuéramos los sostenes de Borges y José José Ingenieros, cuando apenas somos los alimentadores de Gran Hermano.
Hay una verdad y que hay que decirla, de una vez y para siempre, desde esta profesión: la locución es un arte menor, cuyo objetivo es que algunas expresiones se las consiga verbalizar con una cierta estética y corrección idiomática. Todo lo demás es sindicalismo: las exclusividades y las prohibiciones a terceros de hacer lo que supuestamente es inherente al locutor.
Pavadas.
Hay más de 10.000 carnets y ni siquiera existe una defensa de la actividad. Todavía hay colegas que, colgados de un espíritu “reparador”, ni siquiera repararon en que ni las radios grandes e históricas respetan esas viejas normas que aseguraban fuentes de trabajo.
Hoy, a casi 30 años de aquel ilusionado arranque de la profesión que supuestamente “me completaba” como comunicador y como periodista y a más de 32 años de ese quinto intento de ingreso al curso (seamos serios, la locución no es una “carrera”), estoy en condiciones de afirmar y discutir con cualquiera en el foro que se presente, no solamente que se hace necesario declarar por extinguida a la profesión del locutor bajo sus identificaciones legales “Locutor Nacional”, “Locutor Provincial”.
Será necesario, con alguna ley o decreto, defender la fuente de trabajo de quienes hoy ejercen la locución en cuanto medio los tenga bajo relación de dependencia, mientras que, para sincerar la situación de los que están fuera y evitar confundir más a las nuevas generaciones, derogar todas las normativas que sostienen las ya antiguas condiciones profesionales, definitivamente inexistentes, generadoras de ilusiones en los más jóvenes y, en consecuencia, parte de la estructura de hipocresía sobre la que se monta un alto porcentual de las esperanzas argentinas de ser una sociedad que supere la mediocridad recurrente. Más que un círculo vicioso, una verdadera calesita de la desventura.
Esa premisa que pretende ahorrarle al 95% de los más jóvenes, carnet de Locutor Nacional en mano, el seguro destino del infortunio, por ausencia total de fuentes genuinas para el ejercicio de una profesión inexistente, la manifiesto desde lo más profundo de mis convicciones personales, ya que considero que me abarca aún a mí, que, después de décadas de considerar que era yo el culpable de no adaptarme a los vaivenes de los tiempos para trabajar en lo uno sabe y le gusta hacer, he comprendido que no debería castigarme tanto.
Lo explicamos y cerramos.
En 1979, a punto de cumplir los 18 años y habiendo tenido cierto éxito con la búsqueda laboral in situ en las empresas (en tiempos de buscar un puesto de cadete), sin depender de los clasificados del diario, me animé a dar el salto cualitativo y aparecí por la gran entrada de Maipú 555, preguntando por el jefe del informativo para ver si podía colarme con algún trabajito en la redacción. Apareció el inolvidable Arturo Allende, quien después de unos minutos bíblicos de conversación acerca del medio, me explicó que ya no se tomaban redactores en una radio y que ya existía la figura del locutor-redactor. Ese día, lógicamente, decidí, en un tiempo de dictaduras que todo lo imponían, que tenía que estudiar en el ISER para poder ejercer el trabajo. En el fondo, y a pesar de mi juventud, algo me decía que me estaba por meter en un embrollo típico de adolescente, aunque jamás sospeché que estaba por enfrentar, más que un aprendizaje, un gigantesco, prácticamente inconmensurable y quinquenal trámite burocrático para acceder a una carretera sin demasiada señalización
Siete años más tarde debía cambiar aquel objetivo de redactar en aquella radio. Como ocurre con todas las actividades mejorar como locutor nos llevó a casi todos una parte de nuestra juventud, mientras que en la Argentina nadie hacía mucho por valorar lo que se defendía desde la locución en cuanto al uso del idioma y ciertas formas de hablar ¿quién tenía razón? ¿La locución o la Argentina? Aquí cierro porque resulta doloroso encontrar más y más motivos para hacerle juicio a un Estado que en mi juventud me planteó reglas de juego muy firmes y estrictas, mientras que al paso del tiempo las desechó y, sincerándose solapadamente, le encontró la vuelta para que cualquiera pueda tener un carnet de locución con un curso de una semana, como ocurrió hace poco.
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