
Aún éramos muy jóvenes y ya paladeábamos una nostalgia digna de nuestros abuelos. Es que ellos -los abuelos- también habían conocido al gigante personaje que endulzaba las tardes del fútbol en Buenos Aires.
Probablemente, en aquella Navidad de 1984, cuando nos enteramos (bastante tarde) de la muerte del simpático pregonero de la artesanía gastronómica más original de la historia argentina, no tomamos la dimensión de la circunstancia cultural, aunque sí sabíamos que él era irrepetible.
El «viejo» Chuenga, José Eduardo Pastor, vendía su golosina cortándola con un tirón a mano del la masa principal de su elaboración, cuando no contaba con el papel necesario para su envoltorio y la entregaba al comprador, casi siempre en los estadios de fútbol. Podía aparecer al grito de «Chuenga, Chuenga!» en el gasómetro sanlorencista de la Avenida la Plata, en el Tomás Ducó de Huracán, en la cancha de Nueva Chicago o en la de Sacachispas.
Chuenga también solía vender en e Luna Park, en estadios de la Provincia y, por supuesto, en la Bombonera y el Monumental. Pero se lo solía ver en colectivos de las zona Sud de Capital Federal, como la línea 23, casi siempre montada sobre los viejos Mercedes Benz brasileños conocidos en Buenos Aires como los «ovalados» (una referencia de las líneas que los usaban también: la 24).
Durante más de 45 años, cualquier persona que acostumbraba a moverse por los lugares a los que solían hacerlo quienes amaban seguir a sus clubes a la cancha (iban multitudes a todos los partidos) se encontraría indefectiblemente con Chuenga. Lo genial del nombre es que fue una derivación de chewing-gum (chicle o goma de mascar, en inglés). Lo otro interesante es que era una rica golosina.
Chuenga tiene desde el año 2012 un lugar de descanso en el recito de las personalidades de la Chacarita y una placa lo recuerda con la frase:
HOMENAJE DE LA LEGISLATURA DE LA CIUDAD AUTÓNOMA DE BUENOS AIRES A FRANCISCO JOSÉ PASTOR —CHUENGA— TIERNO Y DULCE PERSONAJE PORTEÑO
23/8/1915 – 3/12/1984
Pasaban los meses y hasta algunos años de que me habían hablado de chuenga, hasta que me pareció verlo a la distancia, entre una multitud que caminaba por la Avenida La plata cruzando la zona de la demolición (actual Autopista 25 de Mayo). Era 1978. El «Proceso» se autoerigía como la incuestionable y dictatorial autoridad y pronto vendría la mudanza del gasómetro. Entre tanta gente, la imposibilidad de acercarme hasta la otra esquina se gestaba a partir de yo no estaba solo; y decirle a la chica que me acompañaba que la dejaría unos minutos sola para salir corriendo porque me quería acercar a ver a un tipo que gritaba «chuenga» era realmente extraño y difícil de plantear.
Una tarde de sábado, no muchos días después del episodio de la Avenida La Plata, yo viajaba en el colectivo 23 rumbo a casa de unos músicos amigos que vivían en la calle Lanza, cerca de Centenera y Riestra. El 23 aquel entonces era gigantescamente diferente a la versión «normal» que hoy ostenta la línea. La de entonces era una de las peores que existían en Buenos Aires (de las que aún quedaba en pie, claro) por sus unidades viejas, destartaladas y escasas, lo que hacía que el servicio que daban ni siquiera se debía llamar así. La cuestión es que cerca de la Avenida Daract veo subir a un hombre canoso, simpáticamente desaliñado, vestido con camisa azul de tipo operario de empresas de electricidad. Saludó al chofer y le ofreció de inmediato un paquetito que tomó de la canasta que traía. Inmediatamente giró hacia el interior del coche y con voz medianamente baja y pronunciación rápida apenas dijo: «chuenga…»
Ese día llegué a los de los Coria, Gustavo y Ulises, músicos y compañeros de colegio, residentes en la zona de la vieja Pompeya, con la satisfacción de haber conocido al productor artesanal de una golosina que hizo historia en la Buenos Aires popular durante décadas. ¿Si alcancé a convidarles chuenga a mis amigos? Sí, claro. No era algo rápido de masticar y tragar. Te tenías que tomar un rato. Por eso era perfecto para acompañar las tardes de fútbol. O los viajes en el 23, al que se lo llamaba, irónicamente , «la Saeta».