El Monumento a las Cataratas del Iguazú, es un homenaje dinámico y de singular sobriedad. Genera mucho más que una sensación de frescura en la Av de Mayo y y Av. 9 de julio. Esta obra cumple su cometido cuando se levanta la cortina de humo por encima de la cascada. Ahí está «reproduciendo» microscópicamente, uno de los efectos visibles en la inconmensurable caída del aguas, allá, en Misiones.
El monumento gana, también cuando entra a competir en su «rubro»: cualquiera podría deducir que está montado sobre la prácticamente inevitable categorización de bizarra de los hoteles de Las Vegas, como el «París» que construyó una réplica de la Tour Eiffel y el «Luxor» con pirámides y efigies egipcias incorporadas. Sin embargo, como decimos, gana. La esquina de Av. de Mayo y 9 de julio sólo te esta diciendo «ojalá puedas viajar a conocerlas». No es como la guaranga ostentación de la ciudad de los casinos del desierto, que están pretendiendo decirle al visitante «yo también tengo esto».
En ese cruce de avenidas, ya se sufrió que se criticara al Quijote, erigido en 1980, por querer compararlo con otros monumentos gigantes que tiene la Ciudad de Buenos Aires. Hasta que alguien, con buen criterio (aplicando una fórmula tan politiquera como la de quienes le presentaban su odio a la escultura), les respondió: «prefiero un Quijote sencillito en Av de Mayo a un Roca imponente en Diagonal Sud» (*). Se acabó la discusión.
Imitaciones y homenajes, un viejo laberinto
Para quienes desde siempre fomentamos el reconocimiento a los creadores, encontramos un escabroso terreno a la hora de hacer lo propio con los imitadores. Es justo reconocer que algunos rechazos surgen naturalmente, de manera que las imitaciones, prácticamente, siempre fueron a parar al mismo rincón mental, sin mucha estación intermedia que digamos. Nada quita que se le reconozca y celebre con aplauso o carcajada el efecto de cualquier captura de timbre vocal o inflexión que sorprendan. Lo que jamás se dice (o, si se hace, nadie lo destaca) es «el día después» de toda imitación.
Veamos esta cuestión de lo rápido que una imitación puede saturar ¿Cuántas veces estamos dispuestos a escuchar las canciones de Serrat por un imitador? ¿Tu madre alguna vez compró un disco de algún imitador de Sandro? La lista podría ser demasiado extensa. Uno de los mayores problemas que han de enfrentar los imitadores es la competencia. Y es aquí don de comienza la parte más pesada del camino que deben recorrer quienes corren detrás de la voz o la creación de Otros: aparecen «otros Otros» que pueden arrebatarle el efímero aplauso que, indefectiblemente, se lleva el imitador como premio. Es un aplauso que eternamente tendrá un porcentual de derechos a favor del artista original, quien, de hecho, también se beneficia con el sólo hecho de ser imitado.
Incluso los artistas de «tributo» sufren, aunque en muy menor medida, este estigma intelectual de algunos -lo reconozco- neuróticos obsesivos del respeto a la identidad artística: son las bandas que reproducen con un inmenso trabajo de ingeniería musical y técnica a Los Beatles, a Pink Floyd, a Genesis, a Yes, a Queen y a tantos otros grupos y artistas míticos. En todos los casos, grandes artistas. ¿Quién puede negar el talento de Miguel Angel Cherutti? ¿Acaso es menester ningunear el éxito ante el público de los miembros de Midachi por el «masomenismo» de su trabajo artístico? ¿en qué caso se le puede considerar «arte menor» al inmenso esfuerzo de traslación generacional de Martín Bossi para encarnar a Olmedo? Las respuestas son Nadie, No y Nunca, respectivamente.
Meternos en este tema siempre nos obliga a dar múltiples explicaciones -todas de orden filosófico- ya que, la verdad no le está asignada, por herencia ni bendición, a nadie.