En octubre de 1974, una patota del Ministerio de «Bienestar» Social de José López Rega, le robó a mi padre, literalmente, 48 años de su vida.
Nunca lo había hecho público. Y aspiro a que se entienda por qué esta elección de un 12 de octubre.
Harald Allo ingresó la documentación correspondiente a sus aportes en la segunda de las categorías de autónomos y pasados un par de horas, en las nefastas dependencias de la Caja de Previsión de Trabajadores Autónomos, en Chacabuco 475, los empleados que lo atendieron lo despacharon con un comprobante que lo depositaba en la jubilación mínima.
La historia ni siquiera se hizo demasiado larga a partir de ahí. No hubo abogado que pudiera presentarle una prueba a un juzgado.
Fue un acto criminal, debido a que las dos veces en que el damnificado fue reclamar qué había sucedido, recibió maltrato y amenazas en el hall de entrada.
Los años que sobrevinieron a ese acto en el que Estado -cual motochorro- le robó en la cara a u ciudadano, fueron de un tácito luto silencioso en mi familia. No sería comparable con un despojo que un grupo familiar pudiera sufrir en esta época, dado que en aquélla, las posibilidades de encontrar cómo obtener recursos de supervivencia eran harto mayores que las que hoy existen.
Al paso del tiempo, entendimos que se trató de un hecho desgraciado como los que -a veces- se podían encontrar (gente a la que robaban todo lo que había guardado durante años, ahorro, joyas, etc) y dejaban a las personas sin Norte durante un buen tiempo. Lo que no habíamos tomado en cuenta en profundidad era la gravedad institucional del hecho. Lo había perpetrado el Estado, del mismo modo en que ya, desde esa misma época, decidía quién viviría y quién no, de acuerdo a las coincidencias posibles de los ciudadanos con el pensamiento de los detentores del poder.
Contrariamente a lo sucedido con las que beneficiaron a familiares de detenidos-desaparecidos por la dictadura Videla-Viola-Galtieri-Bignone, en el Regreso Definitivo de la Democracia, no hubo leyes de resarcimiento económico a los damnificados de las hordas de trogloditas a los que el peronismo de los 70 les dio poder, como el caso de mi padre. El mismo estado se comió las pruebas.
Los muchachos encargados de amurallar la oficina no gritaban. Hablaban poco, canturreaban tangos y permitían -según la circunstancia- ver sus armas sobresaliendo de sus cinturones. La frase «hágame el favor, retírese» (acentuada «retiresé») cuando comprendían que alguien o algo que excedía las rutinas complicaba a sus compañeros detrás de las ventanillas, era habitual. Y a Harald se la pronunciaron dos veces. Mi viejo prefirió no escuchar la frase por tercera vez. Menos que menos de boca de un urso que lucía la empuñadura de una Magnum 44. Eso sí: bien vestidos. Y algunos, con trajes impecables.
Todos podemos tener un 12 de octubre que nos cambie la vida para siempre. Incluso a las generaciones siguientes, como reclaman los pueblos originarios de América respecto del despojo que ellos entienden les aplicaron las milicias de los países europeos que encararon la conquista de sus tierras. Son todas las etnias precolombinas que sufrieron frente a los ataques y dominios de España, Inglaterra, Portugal, Francia, Holanda y hasta Dinamarca. El problema es que, en la actualidad, al haberse establecido los territorios americanos como estados autónomos (lo de «independientes» está por verse), al paso de los siglos se fue diluyendo la figura de un responsable a quien espetarle que aquellas tierras -bajo cierta mirada del derecho de propiedad privada- les pertenecen.
El autor observa un paralelismo en su condición de hijo de un trabajador/emprendedor/contribuyente a quien el Estado argentino, manipulando ilegalmente documentación de su propiedad, le dinamitó su derecho a una jubilación por la que había pagado para alejar su ancianidad de las penurias que se observaban en quienes percibían los valores mínimos.
Pero o igualaron a la mayoría.
Como decía el Candombe de Mucho Palo, de Alfredo Zitarrosa: «Pa’ que aprenda a no volar».