Jamás imaginamos hace 40 años que añoraríamos en todas las ciudades de la Argentina la «Vida de Bar», no sólo por nuestros propios cambios de costumbres, sino por la mismísima ausencia de la mayoría de ellos.
En Buenos Aires, faltan bares porque faltan parroquianos y viceversa. Eso significa que el porteño – y aquí no hay Riachuelo ni Av. General Paz que valgan para separar a nadie de nadie, ya que, urbana, social y culturalmente, se incluyen como porteños a todos los habitantes del AMBA- ya no va al bar.
¿Motivos?
Muchos, todos conocidos y en su mayoría basados en las múltiples y aceleradas decadencias argentinas. Se impone muy especialmente la desaceleración económica, rayana en un estancamiento que aterra. Aunque también arrecia cierta difuminación de algunas costumbres que el argentino obtuvo, al amalgamar tradiciones coloniales con las acarreadas por millones de inmigrantes y que ubicaba al gusto por asistir a los bares entre sus objetos de valor.
Por otro lado, los riesgos abiertos a cualquier hecho delictivo dentro o fuera de un café, y en cualquier barrio de cualquier localidad, son tan evidentes que hasta resulta pueril presentarlo como ítem.
El motor y la esencia misma de los bares en barrios no recayó en la capacidad de consumo del público frente a la oferta de cada comercio, sino que radicó en la convivencia in situ entre quienes daban «aleatoriamente» el presente. Así, la certeza o la esperanza de que siempre hay alguien a punto de llegar, termina coronando lo socialmente inigualable de los cafés. A pesar de que el habitué no tiene parte ni acciones en esas organizaciones gastronómicas, es -en una intangible pero aceptable medida- dueño del lugar.
Esa convivencia mostrada por los bares fue siempre múltiple y, por lo tanto, transgeneracional. Promediando su mensaje de urbana sensibilidad, Enrique Santos Discepolo nos pone en situación en Cafetín de Buenos Aires:
Me diste en oro un puñado de amigos
que son los mismos que alientan mis horas José, el de la quimera Marcial, que aún cree y espera Y el flaco Abel que se nos fue pero aún me guíaClaramente, nos dispara la percepción de que el relator es un hombre joven que entabló amistad con personas de edad madura y que resultaron importantes en su propia vida.
En Café La Humedad, Cacho Castaña deja abierta una hendija para que confirmemos -luego del verso que confiesa «Son 30 abriles ya cansados de soñar»- que en estos templos de la convivencia, el rango para la amistades puede abarcar un siglo:
Ya son pocos los amigos que me quedan
Vamos, muchachos, esta noche a recordar Una por una las hazañas de otros tiempos Y el recuerdo del boliche que llamamos «La Humedad».Porteños, rosarinos, cordobeses, platenses, mendocinos, tucumanos, santafecinos, paranaenses y tantos parroquianos de bares, bolichones y pulperías de la Argentina, personas de edades distantes entre sí, se vincularon durante casi tres siglos, en esos puntos de encuentro con los que tenemos una deuda como sociedad.
Cuando ponemos la lupa en los tantos aspectos de evidente disgregación social en el país, notamos rápidamente que el histórico factor de unión por reunión, el encuentro en un lugar agradable, sin necesidad de lujos y hasta de confortabilidad precaria pero con mesas y sillas nucleando los entornos grupales con cafés, bebidas o algo para consumir al alcance del bolsillo de todos y un baño disponible para todos, ha dejado de existir.
El mágico «halo del lazo» que los bares podían irradiar a favor de los amores, también se está convirtiendo en un recuerdo de abuelos. Al respecto, Daniel Salzano presentó una espectacular imagen cantada por Jairo, en la que, tras contarnos que Ella está triste y él está solo en el Bar Unión, nos revela los poderes del legendario recinto de Córdoba:
Algunos bares parecen hechos a la medida,
Son como besos que hacen milagros en las heridas
Por supuesto que no estamos pretendiendo, ni mínimamente, hacer referencia al encantador rol de los bares en la vida cultural y artística de la sociedad argentina, su bohemia poética, sus cultores y sus gloriosas competencias literarias y tertulias políticas. Estamos hablando, nada más, que de poder detenernos en un lugar que provea de una tácita contención a las personas que deciden asistir allí para vincularse y caer en la hermosa redundancia de que son humanos.
De buena fé, quisimos hacer honor a otras pinceladas musicales que apelaran a bares para enriquecer el haber de sus historias. Encontramos Al calor del amor en un bar, de Gabinete Caligari (insignificante), “El bar de la estación”, de Los Flechazos (marginalidad sin pudor), Quiero beber hasta perder el control, de Los Secretos (pésima), Visite nuestro bar, de Hombres G (lamentable) y Diga qué le debo, de Siniestro Total (asco).
En los ’90s, cuando la realidad económica presentó un inédito incremento de la desocupación y su consecuente efecto hacia la desigualdad que hoy nos agobia, un sector de la juventud ya había cambiado la costumbre «parar» en bares nocturnos y trasnocturnos, por sentarse a beber cerveza alrededor de un kiosco.
La posterior prohibición de venta de bebidas alcohólicas en las horas de la noche trajo otras consecuencias, como el «estoqueo» previo de bebidas por parte de las barras de amigos, ya no habitués de bares, sino -simplemente- de esquinas.
Con frío en invierno, sentados en umbrales habitualmente sucios y multiplicando la posibilidad de ser denunciados por ruidos molestos, orinando a los costados de los contenedores de basura en la calzada, hoy hay una generación que desconoce por completo aquella contención que integraba la vida en un país más o menos presentable: el bar.
En cuanto a la existencia o inexistencia de cafés en las ciudades, como sucede con cualquier otro emprendimiento comercial, si se repite y se prolonga la situación de que no hay dinero para consumo, el estímulo para la inversión se va diluyendo hasta desaparecer. Huevo y gallina. Gallina y huevo. Se necesita cuidar de ambos. Si no, se toma el camino directo a la recesión terminal: Huevo, gallina, huev, gallin, hue, galli, hu, gal, h, g… puf.
Pendiente Decadente Permanente
Resulta cansador vivir encontrando, a cada paso, nuevas muestras -y siempre claras- del irrefrenable plano inclinado por el que nos deslizamos.
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