Los antecedentes y la fuerza popular del 30 de marzo de 1982
Era el final. Y un final fiero. Un gobierno dictatorial, que había generado de manera secreta una de las más aberrantes matanzas políticas, en la que -hasta ese momento- durante 6 años de mano cínicamente dura, fueron tras los miembros de las organizaciones armadas que protagonizaron la guerrilla y de todo lo que hubiera detrás de ellos.
Como la violación a los derechos humanos no era, por entonces, algo que a estos uniformados de alto rango se les pudiera pasar por la mente como algo punible, se dedicaron a piacere a ir con un espíritu de guerra por el que ya se veían en un final lleno de bronce y laureles. Como la estructura militar argentina -influida por sus propios servicios de inteligencia- entendía que combatir a la guerrilla era jugar en la B, antes de echar mano a un histórico sentimiento argentino -hoy, con jerarquía sacra- como las Islas Malvinas, estos improvisados a cargo de batallones de oficiales, soldados y centenares de guarniciones desde las que operaban tanques, metralletas, fragatas, portaviones, cazas, misiles y submarinos, estuvieron a 5 minutos de un objetivo que justificara el asqueante negocio militar sostenido por décadas: una guerra contra Chile, a fines de 1978. Del otro lado de la cordillera, con un gobierno homólogo, se babeaban por hacerla estallar. Intervino el Papa Juan Pablo II, a través del Cardenal Antonio Samoré. Zafamos.
Eran ya la cuarta o quinta generación de militares sin pergaminos reales y seguían queriendo alguna guerra. En 1976 eligieron ese combate intestino contra un enemigo ideológico, para el que se debería haber planteado una estrategia de alta precisión, que las Fuerzas Armadas argentinas -realmente- no tenían ni idea de cómo establecer, por lo que -y como siempre ocurre con los ignorantes con mando- dejaron clarísimas pruebas de que no les importó. De manera que su supuesto blanco original, los combatientes de las organizaciones armadas, se amplió a sus allegados y a personas a las que sometieron, aplicando un novedoso mecanismo de perversidad: perseguir hasta matar a las personas agendadas por los militantes de las organizaciones armadas, considerando que todo el que allí estuviera registrado conformaba el pelotón enemigo.
Lentamente, una parte de la sociedad comenzó a anoticiarse de que no había detenidos, sino «chupados», es decir, personas capturadas y trasladadas sin destino conocido, por grupos armados clandestinos que respondían a las estructuras de Estado . Ese sector de la población comenzó a atar cabos y lo primero que se encontró como conclusión obvia, era que los comandantes que estaban gobernando la Argentina eran jerarcas militarmente cobardes, sobre todo cuando se realizaba una comparación insosolayable de aquellos tiempos: Francisco Franco, en España. Siempre había algo para decir del famoso «generalísimo», líder de la «Falange», la inmensa estructura de corte fascista que se impuso en la Guerra Civil española entre 1936 y 1939 y que gobernó hasta su muerte, en 1975. Franco se hizo cargo de las decisiones feroces de su tiranía asumiendo con su propia firma quién vivía y quién no. Por supuesto que nada de eso pone del lado que nos interesa en la vida a semejante asesino. Pero se lo comparaba con los dictadores argentinos que hipócritamente la jugaban de caballeros con alta dignidad. Hoy hay, en España, un revisionismo de una parte desconocida de lo actuado en aquel penoso trienio, donde se comprueba que bien por debajo de la línea de mando de Franco, hubo varios videlitas y masseritas que mataron a mansalva haciéndose las mariposas.
Todo eso fue la carga político-ideológica con la que el burlescamente llamado «Proceso de Reorganización Nacional», llegaba a 1982. Y la opción de analizarlo -como suele suceder- si bien estaba disponible para todos, apenas los ciudadanos con mayor interés en las cuestiones institucionales lo comprendían con mayor facilidad. Pero lo que sí estaba al alcance del entendimiento de todos los argentinos, era una situación económica en declive, producto de los vaivenes que el mismo gobierno militar había generado, cuando arrancó pisando terreno ortodoxamente liberal en manos de José Alfredo Martínez de Hoz, como ministro de Jorge Rafael Videla, durante cinco años. Luego, giró 180 grados en 1981, durante el corto tiempo de Roberto Viola en la Casa Rosada y Lorenzo Sigaut en Economía, quien,tras su hipócrita frase «el que apuesta al dólar pierde», devaluó la moneda argentina 7 (siete) veces en dos semanas. Finalmente, en diciembre de 1981, cuando, tras un golpe de estado interno a Viola, Leopoldo Galtieri asumió el Poder Ejecutivo y ubicó a Roberto Alemann en el Ministerio de Economía, la Argentina volvió a la ruta liberal.
Los cimbronazos económico-financieros de semejante envergadura y en poco tiempo, dejaron a la clase trabajadora y buena parte de la clase media en una situación sin retorno: los ingresos en la Argentina se habían desmoronado para siempre y nunca hubo (nunca, nunca, nunca, jamás*) una recuperación de los ingresos internacionalmente comparados y del salario real que los argentinos percibían a fines de la década del ’60 y principios de los años 70.
Hacía un tiempo que Saúl Ubaldini, sindicalista cervecero que arribó a la cúpula de la CGT con el guiño del histórico Lorenzo Miguel, quien venía de estar detenido desde 1976 hasta el ´81. Con estos casos de dirigentes presos y visibles, los militares pretendieron confundir a la sociedad que sospechaba de las muertes y las desapariciones de tantos otros.
Ubaldini ya había vertido críticas a Galtieri y su gabinete. Y había largado algunas pruebas experimentales de protesta. Los medios de comunicación que antes consideraban a sus reclamos una «incipiente» energía de lucha, comienzan a considerarlo un líder importante de la resistencia.
Y llegó el inolvidable martes 30 de marzo de 1982. Muchos salíamos de trabajar y nos sumábamos a la manifestación. Y a las corridas para escapar de los gases lagrimógenos de la Policía Federal, orgulloso brazo de represión interna de una dictadura, por esos días, ya condenada a muerte. Como complemento represivo, camiones hidrantes y antidisturbios, que durante un buen rato se dedicaron a chocar vehículos particulares para romperles paragolpes y chapas pour la galerie.
Era el claro fin del gobierno. Después de eso, Galtieri se iba a ver obligado a desdecirse de su -hasta ese momento- frase más famosa: «las urnas están bien guardadas».
El miércoles 31 y el jueves 1º, en la Argentina no se hablaba de otra cosa que no fuera el éxito de la manifestación de la CGT contra el gobierno, a la que casi todos pasaron a animarse a decirle «La Dictadura», por obra y gracia de la repetición del término por parte de los manifestantes y varios dirigentes, frente a los micrófonos de los noticieros.
El viernes 2 de abril, los detentores del poder llamaron nuestra atención mostrándonos una galera de la que saldría un conejo. No sólo el conejo nunca salió, sino que descubrimos que jamás hubo ni galera ni magia.
El hito cumple 40 años.
*Aunque algunos descarados digan que en tiempos de Menem o en los de Kirchner o en los de Cristina «se recuperó» el poder adquisitivo de la gente, jamás habrá un bienestar general libre de condicionamientos militantes como en el gobierno de Arturo Illia.
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