Harán una manifestación que no tendrá otro significado que celebrar el regreso del peronismo al seno de la aceptación popular, condición que había perdido mientras Menem manejó el partido
El antecedente.
Cuando el peronismo no gobernó, nunca lo soportó. Jamás logró ser limpio como opositor. No tiene manera, debido a la casi irreconciliable heterogeneidad de los criterios políticos, ideológicos y metódicos de sus variopintos miembros. Es, desde siempre, una reunión múltiple (a sus líderes aún les gusta llamarlo «Movimiento») de agrupaciones con mucha energía convocante. Incluye a una mayoría de dirigentes sensatos, pensantes, excelentes negociadores, muy vocacionales y con gran honestidad política. También conformaron históricamente sus líneas de mando, operadores que en nada se parecen a los primeramente presentados. Para este grupo, a partir de las reglas que existen puertas adentro, no resultó difícil ir pegando saltos de jerarquía partidaria, por lo que no es raro que en los temas relacionados con el vínculo «nosotros-ellos», los hayamos encontrado con asiduidad arengando a propios y extraños bajo la premisa de que los de afuera son el cuco gestor de los males que aquejan al país. Y ellos, de ninguna manera.
¡Claro que fue un movimiento popular! Pero en 1990 dejó de serlo. Y jamás quiso aceptarlo.
El peronismo cuando gobernó con Carlos Menen a la cabeza se convirtió en un huracán liberal. Los sindicatos (ad eternum partidizados y a su favor) lo permitieron. Se lo dejaron hacer «por amor a la camiseta» (la peronista, claro) y no a las convicciones de velar por la situación global del empleo en la Argentina.
Los sindicalistas, desde 1983 a la fecha, llegaron tarde a todo: Lorenzo Miguel y Saúl Ubaldini como líderes de un grupo de sindicalistas peronistas, sumaban pergaminos de batalla -especialmente contra las dictaduras- pero los paros contra el gobierno radical fueron más una demostración de cuán larga la tenían políticamente, que de cuánto querían preservar a los trabajadores de algún perjuicio. La CTA, una federación gremial de izquierda, no asomó cuando Alfonsín quiso democratizar los sindicatos. La viejas luchas pasaron a ser cuadros llenos de épica y de polvillo cuando -mientras Menem daba rienda suelta al plan de privatizaciones y al desmantelamiento de industrias estratégicas- los gremios miraban para otro lado porque parecía que llovía dinero en la Argentina. Hasta las cajas de las obras sociales les retuvo el gobierno del riojano y hasta 1997 no dijeron ni mu. Lo que más defendieron fueron sus cargos.
Para 1999, De la Rúa le gana a un caudillo súper poderoso como Eduardo Duhalde, porque la mayoría de la población entendía que el peronismo la había traicionado. Y entendía bien, la población. Pero la cercanía que el peronismo consiguió con el universo empresario, a través de Menem, nunca la habían imaginado. El plan que Menem inició se caía y ahora eran «los otros» los que se iban a bancar porrazo político. Genial. 2001 era la oportunidad.
El PJ aprovechó la situación y organizó grandes grupos de personas en manifestaciones para pedir que el gobierno se fuera. Los sindicatos —primero la CTA y luego la CGT— iniciaron huelgas generales contra el Estado de Emergencia. La mayor parte de la UCR retiró su apoyo a De la Rúa. El presidente le pidió al PJ que creara una coalición gubernamental. El PJ, generador de la política de desarticulación industrial y reducción productiva de la Argentina durante todo el gobierno de Menem se negó y De la Rúa dimitió como presidente.
Ese día, el peronismo –una vez más- cambió cínicamente su cara y quedó frente al pueblo como el grupo político que reclamaba «justicia social» contra la “política de ajuste” y “contra el FMI”, genes de un empobrecimiento criminal, efecto contundente de una política trazada por el gobierno justicialista 1989-1999 y que debilitado el gobierno de Fernando de la Rúa procuró sostener, incluso trayendo a Domingo Cavallo, el mismo que antes de lanzar con Menem la convertibilidad, había viajado en 1988 a los Estados Unidos a buscar los avales que permitieron la desestabilización del gobierno alfonsinista. Los hipócritas estaban de pie, cuchillo en mano rápidamente lavado tras la faena que conocen de memoria para hacer caer los gobiernos de sus adversarios, dándoles a creer a sus militantes que se trató de «impericia radical», «insensibilidad gorila», «traición a la patria» y «política entreguista». Se trató de los mismos dirigentes que en 1992 avalaron y aplaudieron las “medidas desmedidas” que generaron el desbarajuste que llevó a la Argentina a dilapidar en apenas 7 años el 70% de su patrimonio real nacional generador y productivo.
A cambio de una temporada supuestamente feliz y sin inflación por el plan de convertibilidad de la moneda argentina con el dólar en relación “1 a 1” y –especialmente- sostenido por la irreflexiva privatización de empresas estratégicas, cierre de ferrocarriles y el vaciamiento de capitales nacionales, la clase media (absoluta desconocedora de lo que sucedía, en realidad) se fascinaba –y por segunda vez en 15 años- con el consumo de productos importados y viajes “baratos” al cambio de moneda.
Del mismo modo en que a los despilfarradores se les acaba el dinero que ganaron de golpe y sin prever cómo conservarlo, el dinero de “la fiesta menemista” se terminó durante el gobierno de Fernando De la Rúa.
El «peronismo sin Perón» recuperó al pueblo, engañándolo, como es habitual.
Un grupo de manifestantes que fue a la plaza de Mayo el 25 de Mayo de 2003, a presenciar el paso del flamante presidente Néstor Kirchner, llevaba pancartas con mensajes que incluían, disimuladamente, la frase «Viva Perón. Abajo el peronismo.»
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