Mansilla era un miembro de la más rancia sociedad argentina y poco se le habría podido pedir si la premisa alguna vez hubiese sido tener una pluma inclusiva y solidaria con las clases sociales a las que él siempre miró a distancia. No obstante, estas descripciones son útiles para continuar armando un “mapeo histórico” de la Buenos Aires a través del tiempo, con recopilación de Eduardo Abós.
Carlos Allo
La casa de mis padres
(Lucio V. Mansilla)
La casa solariega de la calle de Potosí tenía aljibe. Esto de “aljibe” que no parezca nota baladí. Las fincas que lo tenían eran contadas, indicantes de alta prosapia o de gente que tenía el riñón cubierto, daban notoriedad en el barrio, prestigio, y si por la hilacha se saca la madeja tal o cual vecino pasaba por grosero por los muchos baldes de agua fresca que pedía; y tal o cual propietario por tacaño, porque sólo a ciertas horas no estaba con llave el candado de la tapa del precioso recipiente.
La casa estaba distribuida poco más o menos como las casas antiguas, algo centrales. A la derecha había una pieza independiente con ventanas a la calle. A la izquierda estaba la sala con dos ventanas ídem. Seguía una antesala con sólo puerta al primer patio, en el que una gran alberca, adornada de plantas diversas, estaba cantando: aquí se aman las flores. Seguía el dormitorio de mis padres, el famoso costurero de mi madre, y cuatro piezas más sin ventanas a la calle. El comedor quedaba entre el primero y segundo patio con salida a los dos; tenía una ventana de reja que permitía ver la puerta de calle, algo velada por la alberca, y pasar, de cuando en mundo, uno que otro pedestre o jinete. Comunicaba con el costurero
Un zaguán a la izquierda del primer patio daba acceso al segundo. Era sombrío de día. Tenebroso de noche.
En el segundo patio, también con gran alberca y parral de uvas blancas y negras, de riquísima cepa, había un pequeño cuarto independiente, al lado del pozo; luego la cocina grande con fogón de campana. El sumidero estaba en el centro. Por ahí corrían las aguas pluviales y todas las glutinosas de la cocina, despidiendo constantemente unas emanaciones sutilísimas parecidas al olor del puerro, a pesar del perfume de los azahares de un limonero que con otras plantas, a cual más olorosa, se alzaba de la alberca gallardo y siempre verde. Otro zaguán por el estilo del ya pintado, (…) conducía a un patiecito a la derecha, en el que había un chiribitil de madera y a otro a la izquierda, pasando por una pieza dividida en dos cuartos (el terreno hacía martillo) con dos piezas sin luz al fondo, baja la una, alta la otra. A ésta, con sólo puerta como su compañera, se llegaba por una escalera de material sin pasamano a ningún lado, y quedando en el centro mismo del patio, no era cosa de subir o bajar.
Aquí en este cuarto patio, había dos grandes lebrillos de barro cocido Vidriado sobre asiento de material y desagüe al albañal, por medio de un bitoque, y cuerdas tendidas para secar la ropa blanca de toda clase que en ellos se lavaba con un jabón negro que hacía tanta espuma como feo olor tenía. Pero las burbujas irisadas nos divertían. La pieza esa, dividida en dos, servía: la de la izquierda para guardar alfombras, trastos viejos y encerrarme a mi cuando me conducía mal, hasta que a fuerza de gritar como un becerro me sacaban para no molestar al vecino. La otra se llamaba “cuarto de la plancha”; para aplanchar servía. Petrona, una parda gruesa, con pechos como balcones, buenaza, estaba siempre ahí, dale que dale, entre montones de ropa y planchas hechas ascuas, que guarnecían un gran brasero. De cuando en cuando me dejaba echar una manita, diciéndome: “¡Cuidado!… ¡No te vas a quemar!…”. Y probaba si el instrumento no estaba muy caliente, humedeciendo primero el dedo índice con saliva, que aplicaba en la parte lisa opuesta al asa.
Suma total: la casa tenía, entre piezas grandes y chicas, con las divisiones contadas como cuartos, diez y seis. En una de las del fondo estaba la despensa. Pero había que pasar por otra de ellas, que se llamaba cuarto de baño, por la sencilla razón de que allí, entre cachivaches diversos, estaba la tina de latón de mi madre, destinada al efecto. Otra tina de baño había, media pipa de aguardiente cepillada, en el segundo patio, que, dándole el sol en verano se templaba fácilmente
Un toldo improvisado la cubría, y en ella, por turno, se refrescaban los que no iban al río. El agua de ambas bañaderas servía después para regar las plantas y las veredas. Polvo, ciclones, no faltaban en la Atenas del Plata, como no faltan en la griega, sino cuando llovía.
Lucio Victorio Mansilla (Buenos Aires, 1831 – París, 1913) Hijo del general y político Lucio Mansilla, sobrino de hermano de la novelista Eduarda Mansilla,
de general), político, diplomático, pero es recordado como autor de un libro clásico de la literatura argentina, Una Excursión a los Indios Ranqueles (1870). Sus textos cortos, divagatorios y vivaces fueron casi siempre publicados como colaboraciones periodísticas. El aquí seleccionado pertenece al libro Mis Memorias Infancia-Adolescencia (París, 1904)