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1535. Aún no había arribado el Adelantado Mendoza y desde allí hasta la llegada de Garay, en 1880, la imaginación, la ubicuidad a través del tiempo y la pluma exquisita de Enrique Larreta hacen magia en Santa María del Buen Aire y Las dos fundaciones de Buenos Aires.
Algunos pasajes de Santa María del Buen Aire (Ayre) fueron publicados en internet y flotan sueltos como grageas dulces en postres que se descubren. El poético viaje en el tiempo de Enrique Larreta, buceando en la colonización de Buenos Aires, aparece ahora en versión completa, amalgamado con un fragmento de Las dos fundaciones de Buenos Aires, con selección de Álvaro Abós, para su recopilación El Libro de Buenos Aires.
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Bello nombre, nombre de carabela, de carabela venturosa. Henchido, soleado el velamen; blanco por sotavento, rubio por barlovento; la Virgen pintada en la lona. Bonanza.
Sin embargo, de nada le valió esta vez el agüero del nombre. No pudo ser menos feliz el comienzo. Ninguna otra capital de América tuvo comienzo tan desastroso, tan mísero.
Aquí la tierra defendióse con fiereza única. Los naturales no se dejaron intimidar, como en otras partes, por la novedad del caballo (vocación misteriosa), ni por el trueno de la pólvora. Empleaban un arma terrible. La bola arrojadiza. Además, los tigres llegaban hasta el foso, hasta la empalizada, todas las noches .
… Nunca vino de España expedición más brillante. El jefe, un Mendoza, don Pedro de Mendoza, gentilhombre del Emperador, soldado de Italia, cortesano disoluto y magnífico. Muchos trajes y joyas. Harto dinero. Se le decía enriquecido en el saqueo de Roma con tesoros de cardenales y de basílicas, Sus cofres sacrílegos huelen a incienso.
Al tiempo de pillar hinchó la mano.
Canta el maldiciente poeta. No hay que espantarse. En esos tiempos el saqueo era el medio más honroso de hacer fortuna cuando se trataba de un noble, tal vez porque nada se diferenciaba tanto del paciente oficio manual, que, como es sabido, acarreaba la infamia.
Paseo Colón, hacia el sur; luego Almirante Brown. Sobre esta avenida poco antes de llegar a la Vuelta de Rocha, entre Mendoza, Palos y Lamadrid, se halla, según Groussac, el sitio de la fundación. Margen izquierda del Riachuelo de los Navíos, «media legua arriba», dice Díaz de Guzmán. Ahí estaría la primera manzana, la manzana original. Ciudad, pecado.
Ese riacho fue causa de que no se escogiera otro sitio. Era el Único refugio para los barcos.
Padre mitológico de la ciudad. Los antiguos romanos lo habrían representado en forma de un dios de barbas fluviales, reclinado sobre una urna. Como el Tiber. ( … )
Año de 1536. Fines de otoño. Las tres de la tarde. El pampero grita en las rendijas y mete en el interior de la choza el frío del desierto. Hacia un rincón, sobre el piso de tierra, un lecho suntuoso, un lecho dorado. Altas columnas. En el sobrecielo de brocatel carmesí, las armas de los Mendoza. «Ave Maria». Ahí se está don Pedro, arropado hasta las barbas, pálido como un muerto. La cabeza tiene vendada. Menguan las fuerzas, los dolores son cada vez más tenaces y crueles. Hace muchos días que guarda cama. Sufre de un mal que los franceses llaman napolitano y los napolitanos francés. Del Barco Centenera, en La Argentina, siempre maldiciente, dice que el Adelantado murió.
Del morbo que de Galia tiene Nombre.
Llevándose de pronto una mano a las rodillas y con una mueca burlesca, exclama, gime, según su costumbre: «¡Por las llagas de Cristo!» Él tiene una más que Nuestro Señor. Cuatro en la cabeza, otra en una pierna y la sexta en la mano derecha, «quc no le deja escribir ni firmar». (. .. )
¡Mujeres!
En la expedición de Mendoza, como gran excepción, vinieron muchas mujeres. Estaba prohibido. Algunas se embarcaron con disfraz y conservaron siempre el traje varonil. En los momentos duros llevaban daga y estoque. Una de ellas, Isabel de Guevara, escribió una carta a la princesa doña Juana, gobernadora de España en ausencia de su hermano Felipe II. Descríbele al principio la hambruna que tuvieron que padecer en el nuevo puerto de Santa María de Buenos Aires. Ya Schmidl, el lansquenete que vino con Mendoza, con «Thon Pietro de Monthossa», nos habla de los mismos padecimientos.
Van los bergantines navegando despacio por el Paraná, aguas arriba, hacia el Norte. Sopla un viento desigual; pero entre socollada y socollada algo tiran las velas. Como capas de pordiosero las velas con tanto remiendo. Cielo azul. Ni una nube. Sol frío, plateado, de fines de julio. Los conquistadores semejan cadáveres, así extendidos de espaldas sobre las cubiertas, con los ojos cerrados o muy abiertos y fijos. En sus rostros febriles la tez amarilla desaparece casi bajo la pelambrera de cabellos y barbas. Sus piernas señálanse como cañas bajo la calza andrajosa. Ahora hasta las mujeres descansan. Una que otra le acaricia la mano a algún moribundo o lo besa en la frente.
Pasan, a ambos lados las costas salvajes, con sus bosques terribles. Aquélla, muy distante; ésta, muy próxima. Ha crujido una rama seca. Alguna pesada alimaña. De pronto, en el gran silencio, óyese el grito largo y como sonriente de un pájaro que parece encantado. El viento empieza a cambiar. Las velas dan ahora parchazos contra el mástil. Otra vez el grito del ave. ¿Se burla o quiere decir que ya está cerca la ciudad de los templos de oro y calles de plata? Isabel despierta a una compañera: «¡Hala'» Se la lleva consigo a los remos. Las dos cantan a compás:
Buena es la que va,
Mejor la que viene,
Bendita la hora en que Dios nació,
La ampolleta muele.
¡Ah, de proa, alerta!
El regreso
Mendoza murió en la carabela Magdalena, de regreso a España, el 23 de junio del año siguiente. En sus últimos días no pensaba en Buenos Aires, pensaba en Osario, pensaba en las heridas de Osario, en el pescuezo ensangrentado, en los ojales de daga del coleto.
Aquel hombre fue siempre un arder continuo de pasiones desaforadas. «Arrojaron su cuerpo a la mar», dicen las crónicas. Se cree escuchar el rumor de un ascua en el agua. El alma debió desprenderse como una bola de humo. ¡A la mar!~ como el de tantos otros compañeros suyos que se habían embarcado punto menos que agonizantes.
Juan de Garay
Han pasado casi cuarenta años. Llega Juan de Garay. Viene de la Asunción, pero de paso se ha detenido unos dos en Santa Fe. Tiene allá la familia y muchos amigos. Tráese por tierra vacas y caballos. Otros tiempos. Ya está señoreada toda la costa. Las yeguas de Mendoza han dejado gran descendencia. Manadas salvajes corren los campos. Acompañan a Garay muchos jóvenes criollos. Los españoles de la comitiva son gentes modestas y laboriosas.
Todo se efectúa tranquilamente. Se acabó la epopeya.
Empiezan ahora el orden y el provecho. Uno es el que mata la fiera, otro el que adereza la piel y aforra el capisayo. No hay por qué omitir la ceremonia de una nueva fundación. Garay corta yerbas y tira cuchilladas, como lo prescribe la antigua costumbre. El escribano ahueca la voz. El buen vizcaíno sonríe para sus adentros.
Acá la Plaza, allá el Fuerte, acullá la iglesia Mayor. No olvidarse de los piratas. Todo a buena distancia del Riachuelo, a fin de que nunca puedan llegar los tiros de la artillería.
Con equidad, previsión y mucho seso partió y repartió Garay solares y huertas, echando luego a la suerte las chacras. Todavía en la casona vascongada el amo sentado a la cabecera de la mesa trincha el ave y va poniendo en cada plato la presa. Arte cisoria. Se escribieron tratados sobre ello. (Aquí en Buenos Aires, en tiempos de mi niñez, saber trinchar daba renombre). Tan contentos quedaron todos con la distribución de Garay que éste pudo volverse a los pocos días a Santa Fe, a su dilecta Santa Fe. Ya Buenos Aires quedaba fundada definitivamente. Cabildo, rollo, cruz; y su plano, «en pergamino de cuero».